Religioso
Franciscano, 07 de Febrero
Martirologio
Romano: En
Nápoles, Italia, en la región de la Campania, san Gil María de San José
(Francisco) Pontillo, religioso de la Orden de los Hermanos Menores, que por
las calles de la ciudad a diario pedía con humildad limosna al pueblo, dando a
cambio palabras de consuelo († 1812).
Fecha de canonización: 2 de junio de 1996 por S.S. Juan Pablo II.
El franciscano Gil María de San José, a quien eleva hoy el Papa al supremo honor de los altares, fue un fiel seguidor del Poverello de Asís. Como Francisco, vivió en plena adhesión al Evangelio, anhelando, no lo que produce honor y prestigio, sino lo humilde y escondido, y procurando, por encima de todo, tener el Espíritu del Señor y cumplir su voluntad.
Origen humilde
Gil María de San José,
nacido en Taranto el 16 de noviembre de 1729 y bautizado con el nombre de
Francisco Antonio Pontillo, experimentó desde su infancia la pobreza. Aprendió
muy joven el duro oficio de sus padres, convirtiéndose en un hábil “soguero” y
en un experto “esterero”. A los dieciocho años recayó sobre sus espaldas, a
consecuencia de la muerte del padre, la responsabilidad de mantener
económicamente a la familia. La genuina fe cristiana que sus progenitores le
habían transmitido le ayudó a superar las dificultades y a confiar siempre en
la Providencia del Padre celestial.
Anhelando “pensar y
trabajar sólo para el Señor”, en febrero de 1754, tras proveer adecuadamente a
las necesidades de su familia, fue admitido a la vida religiosa por los Frailes
Menores “Alcantarinos” de la Provincia franciscana de Lecce.
Iniciado en la vida
franciscana en el convento de Galatone (Lecce), el día 28 de febrero de 1755
emitió la profesión religiosa en manos del Ministro provincial, Fr. Damián de
Jesús y María. Aquel mismo día fue destinado como cocinero al convento de
Squinzano (Lecce), donde permaneció hasta mayo de 1759.
Testigo de la caridad
Tras residir unos días
en el convento de Capurso (Bari), fue destinado a Nápoles, al hospicio de San
Pascual en Chiaia, atendido por los Frailes Menores Alcantarinos de Lecce y
declarado “guardián” aquel mismo año. En
Nápoles permaneció nuestro Beato casi 53 años completos, ejerciendo,
alternativamente, los oficios de cocinero, portero y limosnero, con edificación
de todos, especialmente de los numerosos pobres que acudían al convento de
Chiaia para recibir de Fr. Gil María una ayuda o una palabra de conforto.
Con solicitud
franciscana y caridad activa el Beato Gil María consagró todas sus energías al
servicio de los pobres y afligidos de toda suerte, injertándose profundamente
en el tejido de la ciudad partenopea, que experimentaba en aquellos difíciles
años fuertes tensiones sociales y escandalosas formas de pobreza, debido a las
vicisitudes políticas que entonces afectaban al conjunto del Reino de Nápoles,
Iglesia inclusive.
Innumerables fueron los
prodigios que acompañaron la misión de bien y de paz de Fr. Gil María, hasta el
punto de merecerle, en vida, el apelativo popular de “Consolador de Nápoles”. ¡Amad
a Dios! ¡Amad a Dios!, solía repetir a cuantos encontraba en su cotidiano y
fatigoso peregrinar por los calles de Nápoles. Los nobles y los doctos gustaban
conversar con este franciscano de palabra sencilla e impregnada de fe. Los
enfermos encontraban en él consuelo y fuerza para sobrellevar sus sufrimientos.
Los pobres, los marginados y los explotados descubrían en el humilde limosnero
el rostro misericordioso del amor de Dios.
La vida de nuestro Beato
fue, con todo, esencialmente contemplativa. ¿Cómo no recordar su asidua oración
nocturna ante el santísimo Sacramento de la Eucaristía, su tierna devoción a la
Virgen María, Madre de Dios, su amor a la Natividad del Redentor, su devoción a
los Santos? Su “contemplación en la acción” fue justamente lo que le hizo ver
el sufrimiento y la miseria de los hermanos y lo que le convirtió en llama de
ternura y caridad.
Envuelto en una amplia
fama de santidad, Fr. Gil María acogió alegre al Rey de la gloria a las doce
horas del día 7 de febrero de 1812, primer viernes del mes, en el momento mismo
en que sonaban las campanas de la iglesita franciscana invitando a venerar el
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.
Pío IX declaró la
heroicidad de sus virtudes el día 24 de febrero de 1868, León XIII lo beatificó
el día 5 de febrero de 1888 y, el día 15 de diciembre de 1994, Juan Pablo II
reconoció como milagro la curación, en 1937, de la señora Ángela Mignogna,
quien vive todavía, de un “coriocarcinoma uterino”, por intercesión de nuestro
Beato, y lo declaró válido con vistas a la canonización.
Un mensaje de amor para
nuestro tiempo
Anunciar el amor de Dios
al hombre. He aquí la misión que la Providencia asignó a este humilde
franciscano en un contexto social lacerado por luchas y discordias. En el nuevo
Santo manifestó el Padre su amor a los marginados y olvidados. Fr. Gil María
fue testigo del amor con su palabra sencilla y popular y, sobre todo, con su
vida pobre y alegre, que confirmaba a los hermanos en la certeza de que Dios
vive y actúa en medio de su pueblo.
El “mensaje” del nuevo
Santo mantiene plena validez para la comunidad eclesial de nuestro tiempo.
Llamada, ante la cercanía del Tercer Milenio, a asumir una nueva evangelización
del mundo, la Iglesia actual encuentra en Fr. Gil María un modelo concreto de
auténtico evangelizador.
Fr. Gil María interpela
a los jóvenes, llamados a tomar decisiones generosas y decisivas para la vida
del mundo. Interpela a las familias, a fin de que sean escuelas de vida para el
futuro de la humanidad. Compromete a los consagrados a vivir su donación con
fidelidad y coherencia.
El nuevo Santo es, para
todos, “palabra de esperanza”, testigo de la misericordia del Padre, invitación
a la solidaridad y al compartir, un hermano que alienta a vivir fielmente el
Evangelio de la caridad.
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