Quedan,
sí, heridas, porque el pasado no perdona y ‘pasa’ siempre su factura. Pero al
menos aprendimos a no ser ingenuos, a no ser presuntuosos, a no apoyarnos en el
dinero, a no empezar el segundo vaso de vino, a dejar lejos la curiosidad de
ver qué se siente si...
Hay,
sin embargo, otro camino para madurar. Consiste en vivir en un diálogo
continuo, sereno, confiado, constante, con Dios.
La
vida, en este segundo camino, es vista como una llamada, como un don, como un
viaje entre mil compañeros y con un destino común: el cielo.
El
caminante madura desde la escucha continua del mensaje divino. Toma entre sus
manos el Evangelio. Descubre la invitación a rezar continuamente, a dejar de
lado la obsesión por el dinero, a cuidar las miradas, a controlar los
pensamientos, a dejar espacio al servicio, al perdón, a la acogida, a la
esperanza.
El
Evangelio sirve como hoja de ruta y como mensaje que llega a lo más hondo del
alma: hay un Dios que me ama, que me busca, que me espera, que desea mi bien.
Hay un Dios que me pide que aprenda a amar a mis hermanos, a los que se encuentran
a mi lado.
Hay
un Dios que también me ayuda si he dado un mal paso, si he cometido un pecado,
si me dejé vencer por el egoísmo, si cedí a las insidias de la soberbia.
Es
un Dios que no me quita placeres buenos, pues nunca será bueno algo hecho de modo
egoísta. Al contrario, me ofrece una alegría mucho más rica, porque viene del
mismo Dios que se hace presente en la historia de cada uno de sus hijos.
Dios
me invita, en este día, a caminar hacia la madurez verdadera. Con ella será
posible dar el paso más profundo, más completo, más hermoso que pueda realizar
cualquier ser humano: amar a Dios y amar al prójimo, sin medida, sin miedos,
con alegría, con esperanza. Viviré así como imagen, como semejanza, de un Dios
que podemos definir con una simple palabra: Amor. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario