En el contexto
bíblico ‘el corazón’ es la sede del amor, de la conciencia, de la
espiritualidad y, a fin de cuentas, de la razón. Por eso se califica como el
órgano inspirador de la moralidad verdadera y profunda. Para ventaja nuestra,
Dios conoce hasta lo más profundo del corazón humano; él sabe nuestras buenas
intenciones, nuestros nobles propósitos, todo lo que somos capaces de soportar
en su nombre; también conoce nuestras debilidades y errores. Así se da la
advertencia de no dejar que los pecados internos se desarrollen en nosotros, es
decir, esforzarnos para que los planes malvados y sentimientos torcidos jamás
tengan aceptación en nosotros.
A los limpios
de corazón, Cristo los llama ‘dichosos’ y les ha prometido –en el sermón de la
montaña– que verán a Dios. Esta promesa, según el Catecismo de la Iglesia
Católica, desde luego equivale a promesa más valiosa de la salvación futura.
Sin embargo, cada una de las bienaventuranzas tiene también una aplicación
benéfica. Y así, los limpios de corazón, verán a Dios presente desde esta vida.
En otras palabras, verán como Dios nos ve a nosotros: Con paciencia, con
comprensión y con amor misericordioso. La pureza de intención y los sanos
sentimientos son como los dos focos para mirar como Dios nos mira.
Jesús nos
indica que el corazón es la sede de la personalidad moral: “De dentro del
corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios y fornicaciones” (Mt 15, 19). La lucha contra la codicia
de la carne pasa por la purificación del corazón: Mantente en la simplicidad,
la inocencia y serás como los niños pequeños que ignoran el mal destructor de
la vida de los hombres (cf El Pastor de
Hermas).
La sexta
bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos
verán a Dios” (Mt 5,8). Los
‘corazones limpios’ designan a los que han ajustado su inteligencia y su
voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres
dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la
ortodoxia de la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, del cuerpo y
de la fe: Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo,
obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su
corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen” (san Agustín).
A los ‘limpios
de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes
a él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta
pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un ‘prójimo’; nos
permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un
templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.
Todos podemos
fomentar en nosotros mismos, en nuestros familiares y amigos, y en todos los
que nos rodean un ambiente de paz y de pureza de corazón, que Cristo mismo nos
va concediendo. El amor verdadero todo lo puede. JRPC
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