La
fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea
en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida,
los evangelistas hablan de su desorientación, su búsqueda en torno al sepulcro,
sus interrogantes e incertidumbres.
María
de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos.
Según el relato de Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando
aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro». Todavía no sabe
que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja
desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los
otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el
grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como
discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús,
pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su
búsqueda: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha
resucitado».
La
fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea,
sólo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para
abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio
recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con
todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que
buscarlo donde hay vida.
Si
queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza
creadora, lo hemos de buscar, no en una religión muerta, reducida al
cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se
vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad
por sus seguidores.
Lo
hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas
estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde
vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben
que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él».
Al
que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda
clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad
nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto.
Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni
contagia su libertad, es un “Jesús muerto”. No es el Cristo vivo, resucitado
por el Padre. No es el que vive y hace vivir. JAP
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