Como en otras
jornadas anteriores, Mateo el publicano estaba sentado en su banco, cobrando
impuestos. Pero aquel día todo cambió. La voz de Jesucristo, que pasaba a su lado,
sonó escueta e imperiosa: “Vio Jesús a un hombre sentado en el telonio, llamado
Mateo, y le dijo: Sígueme”. Jesucristo se adentró en su vida para siempre,
pidiéndole la entrega de todo cuanto era y cuanto tenía. Quizá no había pensado
nunca en otro porvenir que el que le deparaba su trabajo. Pero, ante la llamada
del Señor, responde inmediatamente y acoge en su alma la vocación divina: “Se
levantó y le siguió”.
Es una escena
que, desde entonces hasta hoy, se ha repetido, de manera semejante, en la vida
de muchas personas. El Señor ha salido al encuentro de ellas con ocasión de las
cosas más cotidianas y les ha llamado. Esa llamada, la vocación, es la gran
pregunta del hombre, un interrogante que compromete toda su existencia: qué
quiere Dios que sea yo. Dios da la vocación y, con ella, las luces necesarias
para verla. Por nuestra parte, debemos allanarle el camino, salir a su
encuentro con la oración y la rectitud de vida.
—Pero lo difícil es saber cómo, en concreto,
podemos percibir cuál es la llamada de Dios para nosotros.
Podremos
percibir esa llamada de Dios de un modo apabullante y maravilloso, con una gran
conmoción, como quizá nos gustaría. O bien, y quizá esto es lo más corriente,
con ese aire cotidiano, bajo el rostro de las cosas sencillas, de un amigo, de
una noticia, de una conversación, de un libro.
Para cultivar
una buena disposición hacia la llamada de Dios, es fundamental el espíritu de
oración. La piedad popular ha representado a la Virgen haciendo oración, cuando
recibe la embajada del ángel. Es indudable que Nuestra Señora guardaría un
recogimiento habitual y que tenía un espíritu de oración que la dispuso para
recibir el mensaje divino y aceptarlo. Para percibir las llamadas de Dios es
preciso tener esa orientación habitual hacia lo divino, saber escuchar la voz
del Señor en medio de los afanes de la vida diaria y, después, contestar, como
ella, con un “Hágase en mí según tu palabra”.
—¿Y qué tipo de cosas sencillas y cotidianas
debemos observar en nuestra oración?
Examina tu
corazón, en el que bulle quizá, desde hace tiempo, la ilusión de algo grande.
Piensa si no será Dios el que te está hablando bajito, con las palabras de un
libro, de un amigo, tras la aparente monotonía de la vida. Considera quién
golpea suavemente tu alma. Quizá lleve tiempo hablándote, y no lo hayas
descubierto todavía, como les sucedió a aquellos dos discípulos que caminaban
con Él hacia Emaús. Jesús caminaba a su lado, alejándose de Jerusalén, como un
peregrino más. Les hablaba con el acento de su tierra. Solo cuando rezaron con
Él se dieron cuenta de que habían estado largo tiempo junto al Señor sin
saberlo. Y exclamaron: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el
camino?”.
Piensa qué
palabras te han impactado últimamente, casi sin saber por qué. No repares
demasiado en quién te las ha dicho. Mira si hay recuerdos, inquietudes, deseos,
afanes que te encienden el alma y te llenan de alegría. Y pregúntate si no será
Jesucristo el que hace que arda tu corazón en el camino. Mientras tanto, vive
alerta. Interroga los rostros y los sucesos. Ahí, entre la monotonía de los días
iguales, te puede estar llamando Dios.
Quizá ahora te
haces preguntas que nunca te habías hecho: ¿Qué sentido tiene esto que hago?
¿Vale la pena vivir así? ¿Vale la pena mi vida? ¿Por qué Dios permite esta
circunstancia y aquella, y aquella otra? Y hay anécdotas, situaciones,
sugerencias, vivencias, comentarios que antes pasaban inadvertidos y que ahora,
en cambio, te llegan, te calan, te hieren. Adviertes, bajo esas circunstancias,
un lenguaje un poco enigmático con el que quizá Dios quiere decirte algo por
medio de unos signos inesperados y a la vez cotidianos.
—¿A qué te refieres con lo de los signos y el
lenguaje enigmático?
Podemos
recordar, por ejemplo, la historia de la vocación de San Francisco de Borja.
Desde los dieciocho años estaba en la corte de Carlos V, y a los veintinueve
fue nombrado virrey de Cataluña. Ese mismo año, recibió la misión de conducir
los restos mortales de la emperatriz Isabel hasta la sepultura real de Granada.
Él había visto muchas veces a la deslumbrante emperatriz rodeada de aduladores
y de todas las riquezas de la corte. Al abrir el féretro para reconocer el
cuerpo, el rostro de la que fue bellísima emperatriz estaba ya en proceso de
descomposición. Cuando vio el terrible efecto de la muerte, aquello le
impresionó vivamente. Comprendió la caducidad de la vida terrena y tomó entonces
su famosa resolución: “¡Nunca más servir a señor que se me pueda morir!”.
Todo aquello
fue un gran aldabonazo en su alma. Cuando falleció su esposa, y sus hijos
estuvieron ya emancipados, renunció a sus títulos y posesiones en favor de sus
hijos, tomó el hábito y recibió la ordenación sacerdotal en 1551. La noticia de
que el Duque de Gandía se había hecho jesuita tuvo un gran impacto en aquella
época. Fue destinado a la casa de los jesuitas de Oñate y empezó a trabajar
como ayudante del cocinero. Sus tareas eran acarrear agua y leña, encender la
estufa, limpiar la cocina y atender la mesa, y lo hacía con gran humildad, sin
dar muestras de la menor impaciencia.
A los pocos
años fue nombrado Superior de la Compañía de Jesús en España, y después fue
elegido Padre General. Durante los seis años que desempeñó ese cargo, hasta su
muerte en 1572, sus logros al frente de los jesuitas le valieron por parte de
los historiadores la consideración de ser el más grande general tras el
fundador San Ignacio de Loyola. Fundó lo que sería luego la Universidad
Gregoriana, envió misioneros a los más lejanos puntos del planeta, asesoró a
reyes y papas, e impulsó con gran acierto los numerosos asuntos de la Compañía
en rápida expansión. A pesar del gran poder que tuvo en sus manos, siguió un
estilo de vida sencillo y fue ampliamente reconocido como santo aun antes de
morir. Todo empezó por aquel episodio ante el féretro de la hermosa emperatriz.
No fue el único que estaba allí presente en aquel momento, pero Dios se sirvió
de ese signo para remover su alma.
La llamada
divina puede presentarse de maneras muy diversas. Por ejemplo, unos siglos
antes, en Florencia, un joven de familia noble y poderosa llamado Juan Gualberto
ve cómo su único hermano muere asesinado. Un tiempo después, el día de Viernes
Santo del año 1003, cuando tiene solo dieciocho años, cabalga rodeado de varios
hombres armados, camino de Siena. En una revuelta del camino, se encuentra con
un hombre al que reconoce de inmediato como el asesino de su hermano. No tiene
escapatoria, ni posibilidad de hacer frente a aquella tropa. No le queda más
remedio que someterse a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre.
Todo ocurre muy deprisa. En un súbito arranque, inspirado por el sentimiento
religioso, aquel desdichado baja del caballo, se arrodilla con los brazos en
cruz, le dice: “Juan, hoy es Viernes Santo. Por Cristo que murió por nosotros
en la cruz, perdóname la vida”. Juan se disponía a asestarle el golpe mortal,
cuando aquel hombre, viéndose ya perdido, musitó: “Jesús, Hijo de Dios,
perdóname Tú al menos”. Al oír esto, Juan arrojó la espada, bajó de su caballo,
levantó al asesino, le abrazó y le dijo: “Por amor a Cristo, por la sangre que
hoy derramó Jesús en la cruz, te perdono”.
La lucha entre
la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves
instantes, debió de ser muy fuerte en el alma de aquel joven caballero. Estaba
por allí cerca, a orillas del Arno, la abadía de San Miniato. Entró en la
iglesia y se arrodilló ante la imagen de Cristo crucificado. La mirada de aquel
Cristo quedó clavada en su alma. Así pasó varias horas. Desde aquel día, Juan
Gualberto no fue el mismo de antes. Sus aspiraciones mundanas le parecían
vanas. No pasó mucho tiempo antes de que llamara a la puerta de ese monasterio
y pidiera al abad vestir el hábito benedictino. Fue un gran monje, y poco
después fundó en los bosques de Vallumbrosa una nueva orden religiosa, con
muchos monasterios en Italia, y hoy es San Juan Gualberto. Dios salió a su
encuentro de aquel modo tan singular y él supo reconocerlo.
Podrían
citarse muchos otros ejemplos. Si nos fijamos en alguno más de nuestra época,
podríamos referirnos a Ruth, una chica que a los veinte años ingresó en el
Instituto de Hermanas de la Cruz, y cuyo testimonio conmovió a Juan Pablo II y
al millón de jóvenes que le acompañaban en Cuatro Vientos el año 2003. Antes de
ingresar en el Instituto -explicaba la joven religiosa-, llevaba una vida normal.
Me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura. Había
soñado muchas veces con mi futuro, pero un día vi por la calle a dos hermanas
que me llamaron la atención por su recogimiento, su paso ligero y la paz de su
semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior oí una voz que
me decía: ¿Qué haces con tu vida? Quise justificarme: “Estudio, saco buenas
notas, tengo muchos amigos”. Me quedé mirándolas hasta que desaparecieron de mi
vista mientras yo me preguntaba: “¿Quiénes son? ¿Adónde van?”.
Como Nicodemo,
invité a Jesús en la noche de mi inquieto corazón, y en la oración entré en
diálogo con Él. Con Él, sentí la llamada de tantos hermanos que me pedían mi
tiempo, mi juventud, el amor que había recibido del Señor. Y busqué. Y me
encontré con la mujer que estaba más cerca del misterio de la cruz de Jesús
junto a María, Sor Ángela de la Cruz. Ella se había configurado tanto con la
cruz de Jesús que se hizo amor para los pobres que sufren. Me cautivó y quise
ser de las suyas. Y aquí estoy, Santidad, consciente de lo que he dejado.
He dejado todo
lo que los jóvenes que están con nosotros esta tarde poseen: la libertad, el
dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá unos hijos. Todo lo
he dejado por Jesucristo, que cautivó mi corazón para hacer presente el amor de
Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro.
“Tengo que
confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no me cambio por nada ni por
nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a ser testigo me acompaña con
su gracia. Gracias, Santo Padre, por su vida entregada sin reservas como
testigo fiel del Evangelio, por fortalecer nuestra fe, avivar nuestra esperanza
y abrir nuestro corazón al amor ardiente del que sabe perder su vida para que
los demás la ganen. Gracias por su vida, que a muchos de nosotros nos ha
marcado. Gracias por venir a decirnos a los jóvenes que el mundo necesita
testigos vivos del Evangelio, que cada uno de nosotros podemos ser uno de esos
valientes que se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque
lo que nosotros no hagamos, se quedará sin hacer”.
—Has puesto tres ejemplos y todos son de frailes y
monjas. ¿Acaso es la vocación más habitual?
La mayor parte
de los cristianos están llamados por Dios a vivir en las condiciones normales
de la vida. Así lo ha proclamado el Concilio Vaticano II, al recordar a todos
la llamada universal a la santidad. Y aunque a lo largo de este libro salgan
bastantes anécdotas o relatos de la vida consagrada o sacerdotal, ya verás que
hay muchos otros ejemplos en que no es así. Y, en todo caso, está claro que
Dios llama a toda persona a ser santa y que lo más corriente es que deba serlo
en medio de su trabajo y sus ocupaciones habituales. AA
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