Texto del Evangelio (Jn 3,22-30): En aquel tiempo, Jesús fue con sus discípulos a la región de
Judea, donde pasó algún tiempo con ellos, bautizando. También Juan estaba
bautizando en Enón, cerca de Salim, donde había mucha agua. La gente acudía y
era bautizada. Esto sucedió antes que metieran a Juan en la cárcel.
Por entonces, algunos de los seguidores de Juan
comenzaron a discutir con un judío sobre la cuestión de las purificaciones, y
fueron a decirle a Juan: «Maestro, el que estaba contigo al oriente del Jordán,
aquel de quien nos hablaste, ahora está bautizando y todos le siguen». Juan les
dijo: «Nadie puede tener nada si Dios no se lo da. Vosotros mismos me habéis
oído decir claramente que yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado por
Dios delante de él. En una boda, el que tiene a la novia es el novio; y el
amigo del novio, que está allí y le escucha, se llena de alegría al oírle
hablar. Por eso, también mi alegría es ahora completa. Él ha de ir aumentando
en importancia, y yo, disminuyendo».
«Él ha de ir aumentando en
importancia, y yo, disminuyendo»
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i
Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy nos sorprendemos
viendo a Jesús y al Bautista bautizando como “en paralelo”. Decimos, sí, “en
paralelo”, pero… eso sólo ocurre aparentemente, porque Juan el Bautista remite
a Jesús, que es el Mesías, el “nuevo Moisés”, el Profeta tan esperado, aquel
que viene para darnos a Dios. «¿Qué ha traído [Jesús]? La respuesta es muy
sencilla: a Dios. Ha traído a Dios» (Benedicto XVI).
En consecuencia e
inmediatamente Juan aclara el sentido del bautismo: realmente, se trata de una
purificación, pero «se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas» de
aquel tiempo, y -como afirmó el papa Benedicto- «debe ser la consumación
concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida».
Así, pues, el bautismo cristiano comporta un cambio tan radical como un nacer
de nuevo hasta el punto de convertirnos en un nuevo ser.
Purificación, ciertamente,
pero para despojarse del “hombre viejo”, morir a uno mismo y -por la gracia-
nacer a una nueva vida: la vida divina, algo que «nadie puede tener (…) si Dios
no se lo da» (Jn 3,28). El Concilio II de Orange enseñó que «amar a Dios es
exclusivamente un don de Dios. Él mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió
que le amásemos. Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que
se nos concediera algo con que agradarle».
He ahí, pues, nuestra
tarea por la santidad: profundizar en la humildad para abrir espacio a la
acción de Dios y dejarle hacer. Lo importante no es tanto lo que yo haga,
cuanto que Él actúe en mí: «Él ha de ir aumentando en importancia, y yo,
disminuyendo» (Jn 3,30). Y nuestra alegría será tanto más completa cuanto más
desaparezca el propio yo y más presente se haga el Esposo en nuestro corazón y
en nuestras obras.
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