En
el epílogo del evangelio de Juan se recoge un relato del encuentro de Jesús
resucitado con sus discípulos a orillas del lago Galilea. Cuando se redacta,
los cristianos están viviendo momentos difíciles de prueba y persecución:
algunos reniegan de su fe. El narrador quiere reavivar la fe de sus lectores.
Se
acerca la noche y los discípulos salen a pescar. No están los Doce. El grupo se
ha roto al ser crucificado su Maestro. Están de nuevo con las barcas y las
redes que habían dejado para seguir a Jesús. Todo ha terminado. De nuevo están
solos.
La
pesca resulta un fracaso completo. El narrador lo subraya con fuerza: “Salieron,
se embarcaron y aquella noche no cogieron nada”. Vuelven con las redes vacías.
¿No es ésta la experiencia de no pocas comunidades cristianas que ven cómo se
debilitan sus fuerzas y su capacidad evangelizadora?
Con
frecuencia, nuestros esfuerzos en medio de una sociedad indiferente apenas
obtienen resultados. También nosotros constatamos que nuestras redes están
vacías. Es fácil la tentación del desaliento y la desesperanza. ¿Cómo sostener
y reavivar nuestra fe?
En
este contexto de fracaso, el relato dice que “estaba amaneciendo cuando Jesús
se presentó en la orilla”. Sin embargo, los discípulos no lo reconocen desde la
barca. Tal vez es la distancia, tal vez la bruma del amanecer, y, sobre todo,
su corazón entristecido lo que les impide verlo. Jesús está hablando con ellos,
pero “no sabían que era Jesús”.
¿No
es éste uno de los efectos más perniciosos de la crisis religiosa que estamos sufriendo?
Preocupados por sobrevivir, constatando cada vez más nuestra debilidad, no nos
resulta fácil reconocer entre nosotros la presencia de Jesús resucitado, que
nos habla desde el Evangelio y nos alimenta en la celebración de la cena
eucarística.
Es
el discípulo más querido por Jesús el primero que lo reconoce: “¡Es el Señor!”.
No están solos. Todo puede empezar de nuevo. Todo puede ser diferente. Con
humildad pero con fe, Pedro reconocerá su pecado y confesará su amor sincero a
Jesús: “Señor, tú sabes que te quiero”. Los demás discípulos no pueden sentir
otra cosa.
En
nuestros grupos y comunidades cristianas necesitamos testigos de Jesús.
Creyentes que, con su vida y su palabra nos ayuden a descubrir en estos
momentos la presencia viva de Jesús en medio de nuestra experiencia de fracaso
y fragilidad. Los cristianos saldremos de esta crisis acrecentando nuestra
confianza en Jesús. Hoy no somos capaces de sospechar su fuerza para sacarnos
del desaliento y la desesperanza. JAP
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