Presbítero, 07
de Mayo
Martirologio Romano: En
Turín, Italia, beato Francesco Paleari, sacerdote del Instituto Cottolengo, que
se dedicó a los pobres y a los enfermos en la Pequeña Casa de la Divina
Providencia, y a la enseñanza, distinguiéndose por su afabilidad y paciencia.
(† 1939)
Fecha de beatificación: 17 de septiembre de 2011, durante el
pontificado de S.S. Benedicto XVI.
“Señor, enséñame a ser inteligente” es su plegaria
favorita, la reza y enseña a sus penitentes, como recuerda el futuro cardenal
Ballestero, quien a menudo fue a confesarse con él. Y “ser inteligente”, para
él, es pensar que todo pasa, sólo el paraíso es eterno, y entonces todo se
tiene que hacer en vista de lo que está por venir, sin cálculos y sin
distraerse con las cosas de aquí.
Nacido en 1863 en Pogliano Milanese, en una casa
donde es fácil reunir el almuerzo con la cena (se come una sola vez cada día),
pero en la que los padres comulgan todos los domingos (¡en esos tiempos!), y
nunca vuelven a casa sin haber invitado a algún pobre a almorzar. Porque están
convencidos, y así lo enseñan a sus hijos, que no se puede recibir a Jesús sin
abrir la puerta a los pobres. Por ello no es de extrañar que de entre los cinco
hijos sobrevivientes de los ocho que tuvieron, uno eligiera el camino de
Cottolengo de trabajar entre “los más pobres entre los pobres”.
Siendo aún muy joven, y por consejo de su párroco,
se traslada a Turín, fue muy duro para él alejarse de los suyos, tuvo que
luchar contra la nostalgia y la duda de haber tomado la decisión correcta, lucha
que en una ocasión lo llevó a intentar franquear la tapia del seminario durante
la noche pensando retornar a su casa, pero el sentido común prevalece y la
gracia de Dios hace el resto, y así fue ordenado sacerdote a los 23 años
gracias a una dispensa papal por su corta edad, realmente nadie tiene dudas
sobre su vocación.
El joven sacerdote (quien además es de estatura muy
pequeña), encuentra rápidamente su sitio dentro del Cottolengo: por 53 años
será maestro, predicador, confesor y director espiritual, en una actividad
vortiginosa y simple al mismo tiempo, haciéndose todo para todos y salpicando
todo con su inconfundible sonrisa. Porque, si de Cottolengo se dijo que era “el
buen canónigo”, de Don Franceschino simplemente dicen que es “el cura que
sonríe”. La suya es una sonrisa que conquista: a los niños, en primer lugar,
que les encanta ir a confesarse con un sacerdote que es apenas un poco más alto
que ellos, pero también, indistintamente, obispos y sacerdotes, nobles y
campesinos, monjas y seminaristas, que cuando necesidad de consuelo, consejo o
aliento van a buscar a ese sacerdote que les hace sonreír el corazón.
Los santos tienen buen olfato y suelen reconocerse
a distancia, por ello fue fácil ser conquistado por el canónigo José Allamno,
que primero le invitó a confesar regularmente a los jóvenes sacerdotes del
Convictorio eclesiástico y luego a los futuros Misioneros de la Consolata,
iniciando así una fraternal rivalidad en virtudes, con la familiaridad y la
sincera amistad que solamente los verdaderos santos suelen tener.
Tampoco para la diócesis de Turín pasa
desapercibido la perla de sacerdote que tenían, y le comienzan a llover tareas.
El obispo de Turín lo quiere como confesor de los seminaristas, a quienes les
dice que el curita “es otro de San Luis”, luego le pide predicar cursos de
ejercicios espirituales, lo nombra confesor de varias instituciones de monjas;
lo selecciona como pro-vicario de la diócesis, consultor para el cambio de
sacerdotes y profesor del seminario, aunque alguien, tal vez más por envidia
que por convicción, tuerza la nariz diciendo que, en cuanto a inteligencia y
habilidad, en Turín podría encontrarse algo mejor.
Como podía Don Franceschino lograr atender tal
cantidad de tareas es todavía un misterio, el no objeta, no se queja, casi se
disculpa por no poder hacer más porque los compromisos diocesanos se suman a
los que regularmente sigue desempeñando en la “Pequeña Casa”. “Es s mi padre”,
responde con desarmante sencillez a aquel que señala que incluso en lo físico
tiene un cierto parecido con Cottolengo.
Desde que el padre ha heredado sobre todo la fe,
pero una fe “de aquellas”, que le hace cumplir pequeños prodigios, como el leer
en los corazones, ver a la distancia y obrar curaciones con simples compresas
de agua fresca, dejando en claro que el remedio no está en medicinas sino en la
fe.
Él nunca dijo “no puedo más”, pero su corazón es
quien se rebela, está hecho jirones por su continua entrega. Es obligado a
quedarse en total inactividad, pasando de la cama a la silla, hasta el 7 de
mayo de 1939 cuando se apaga. Ricos y pobres, sacerdotes y obispos desfilan
frente a su ataúd, y por él, en 1947, se hizo una excepción a la norma de no
encaminar causas de beatificación que tiene la Pequeña Casa, y así Don
Franceschino es el primer sacerdote del Instituto Cottolengo, después del
fundador, en ser elevado a la gloria de los altares.
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