Rabindranath
Tagore cuenta la famosa historia de un mendigo que se encontró con el carruaje
del rey. “Posaste tu mirada en mí y
bajaste sonriente. Sentí llegada la suerte de mi vida. De repente, tendiste
hacia mí tu mano derecha y dijiste: ¿Qué vas a darme?”. El mendigo se quedó
confuso y perplejo ante la petición del rey. Y cedió a la tentación del egoísmo
y de la pequeñez: le dio un grano de trigo. “Al declinar el día y vaciar mi
saco, hallé una minúscula pepita de oro entre el puñado de granos vulgares.
Entonces lloré amargamente y pensé: lástima no haber tenido la generosidad de
dártelo todo”. Aquel pobre mendigo consideraba que tenía poco y, ante
aquella sorprendente petición, dio muy poco. Así nos sucede muchas veces a los
hombres ante las peticiones de Dios. Y al final del día, de la vida, lamentamos
no haber tenido la generosidad de darle más, de darle todo.
-Pero supongo que Dios llama, sobre todo, a personas
de especiales cualidades.
Quizá pensamos
siempre en ese otro que es más inteligente, mejor persona, con más simpatía o
más fe que nosotros. ¿Por qué Dios va a elegirme precisamente a mí? ¿A Dios,
qué más le da? ¿No podría, mejor, elegir a ese otro, que es mucho mejor que yo?
¿Por qué, entre millones y millones de personas, tengo que ser precisamente yo?
No hay
respuesta fácil a esa pregunta. En el Evangelio se lee bien claro que
Jesucristo eligió a los que quiso, no a los mejores. Su elección forma parte
del misterio insondable del designio divino, y es natural que muchas veces
escape a nuestra comprensión.
En el episodio
de la vocación de Mateo, por ejemplo, puede verse que Dios llama a personas en
situaciones bastante poco predecibles. Jesucristo llama a ser apóstol a un
hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado un
pecador público. Pero Jesucristo no excluye a nadie de su amistad. Quien se
encontraba aparentemente más lejos de la santidad, se convierte en un gran apóstol
y evangelista. Mateo responde inmediatamente a aquella llamada, pese a que
suponía abandonar su trabajo, que era una ganancia de dinero seguro, aunque con
frecuencia injusto. Entendió así que el seguimiento de Jesucristo es
incompatible con una actividad que desagrada a Dios, como es el caso de las
riquezas injustas.
No debemos
exigir explicaciones a Dios sobre el porqué de su llamada. Pero, sobre todo,
debemos pensar por qué hacemos a veces un planteamiento negativo de esa
llamada. Hay que pensar en lo que Dios nos da con nuestro sí, no tanto en lo
que nosotros damos a Dios, que, además, tampoco es tanto. Cuando Dios llama,
ese camino es el que nos otorgará mayor felicidad. No hace falta tener dotes
extraordinarias ni un nivel extraordinario de santidad.
—Pero supongo que, para ser llamado por Dios,
habrá que tener un cierto nivel de perfección personal.
“Para
responder a la llamada de Dios -afirma Benedicto XVI- y ponernos en camino, no
es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado
permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el
gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones
humanas no son obstáculo, con tal de que nos ayuden a hacernos cada vez más
conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ser
santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede
ser muy débil y contar con numerosos errores en su vida”.
No te
preocupes por tu falta de cualidades personales. Basta con esforzarse por
mejorar. En la Francia del siglo XIX había miles de jóvenes de grandes virtudes
que buscaban a Dios y, de entre todos, la Virgen eligió a una aldeana enfermiza
e ignorante de un lugar sin importancia del Pirineo llamado Lourdes. Bernadette
Soubirous era una chica muy atrasada en los estudios para sus catorce años,
pues aún no había aprendido a leer ni a escribir, solo hablaba en su dialecto
local y no sabía nada de catecismo.
Piensa también
en los pastorcillos de Fátima. Los tres recibieron la misma gracia, aunque de
un modo distinto para cada uno: Lucia hablaba, Jacinta escuchaba, Francisco
solo veía. ¿Por qué Dios lo hizo así? No esperes una respuesta simple. Él sabe
bien cómo debe hacer las cosas. Y los tres fueron santos, y no porque se les
apareciera la Virgen, ni por sus grandes dotes personales, sino porque hicieron
lo que Ella les dijo de parte de Dios.
—Pero muchas veces será mejor esperar a tener más
formación, dedicar unos años a profundizar un poco, antes de tomar esas
decisiones, para así tener un conocimiento más detallado sobre el camino al que
Dios parece que nos llama. Así sabremos más exactamente a qué nos
comprometemos.
En principio,
son consideraciones muy razonables. Pero cada uno debe ver si no encubren un miedo
a comprometerse, o si enmascaran un cierto egoísmo con la excusa de la falta de
una formación adecuada. Porque todos necesitamos formación, pero procurando que
eso no se convierta en un pretexto para decir que no, y procurando también que
esa necesidad de formarse se concrete en medios concretos para lograrlo.
Podríamos referirnos a la figura del Santo Cura de Ars, que también advertía su
falta de formación mientras hacía sus estudios teológicos, pero puso todos los
medios para alcanzarla y acabó teniendo una gran sabiduría y siendo un gran
santo.
Hay que leer,
pensar, preguntar, informarse, tomarse tiempo, pero siempre afrontando de cara
los deseos de Dios, buscando la máxima rectitud por nuestra parte. Y todo eso
quizá no lleve demasiado tiempo. Lo decisivo suele ser la fe y la cercanía a
Dios: cuando se cultiva, cuando se ponen los medios, Dios hace el resto.
Y, en cuanto a
saber exactamente a qué nos comprometemos, tampoco hay que exagerar. Cuando una
persona piensa en casarse, es bueno que procure conocer con profundidad a la
otra persona, para saber bien con quién se casa, pero, si se detuviera
demasiado a indagar a qué se compromete exactamente al casarse con ella, y
quisiera saber con demasiado detalle a qué está obligado con el matrimonio y a
qué no, y enumerara exhaustivamente qué es lo que la otra persona puede pedirle
o no a lo largo de toda su vida matrimonial, a todos nos parecería que ese no
es el lenguaje del amor y de la entrega.
—Pero es natural que cueste dar ese paso y que,
por eso, se retrase la decisión. Al fin y al cabo, es entregar mi vida, toda mi
vida, como quien tira una moneda al agua.
Sí, es toda tu
vida, pero tu vida y la mía son un regalo inmerecido de Dios. Y el mejor
destino que podemos darle es averiguar cuanto antes qué ha pensado Dios para
ella, y seguir su designio. Y no solo porque esa vida nos la ha dado Dios
previamente -igual que el amor y la generosidad que hay en nuestro corazón-,
sino porque Dios nos ha creado con una misión y es para esa misión para lo que
mejor estamos dispuestos.
Si, al
plantearnos responder a la llamada de Dios, nos encontramos regateando el
precio de la entrega, o contando y recontando la calderilla de la propia vida,
o apurando la nostalgia de unos pequeños proyectos que nos cuesta cambiar, o
una parcela de autonomía que nos cuesta perder, o un pedazo del corazón que nos
cuesta entregar a Dios, entonces hemos de considerar si quizá nuestro problema
no es de discernimiento de la vocación, sino sobre todo de generosidad y de
miedo al sacrificio.
“Ser santo
-afirma Benedicto XVI- significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia. Esta
es la vocación de todos nosotros. Para ser santos no es preciso realizar
acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales, sino que es
necesario, ante todo, escuchar la llamada de Dios y seguirla sin desalentarse
ante las dificultades. Y cualquier forma de santidad, aun siguiendo sendas
diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, por el camino de la renuncia
a uno mismo. Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que han
afrontado a veces pruebas y sufrimientos, y su ejemplo es para nosotros un
estímulo para seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía
de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el
hombre es vivir lejos de Él”.
—¿Y si digo que no, es un pecado, una ofensa a
Dios?
Entiendo que,
si ese rechazo es abierto y consciente, no puede dejar de suponer una ofensa.
De todas formas, la vocación se presenta, sobre todo, como una invitación, no
tanto como una exigencia moral. Pero su rechazo no dispone muy bien para
responder a otras cosas que sí son exigencias morales.
En todo caso,
debe ser el amor y no el miedo lo que te lleve a decir que sí a la llamada de
Dios. “La fe no quiere infundirnos miedo -continúa Benedicto XVI-, quiere
llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar
de ella, ni conservarla solo para nosotros mismos”. AA
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