Texto del
Evangelio (Mt 10,34--11,1): En aquel
tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: «No penséis que he venido a traer paz a la
tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al
hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y
enemigos de cada cual serán los que conviven con él.
El que ama a
su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a
su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue
detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda
su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien
me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por
ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser
justo, recompensa de justo recibirá. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un
vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que
no perderá su recompensa».
Y sucedió que,
cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí
para enseñar y predicar en sus ciudades.
«El que no toma su cruz y me sigue
detrás no es digno de mí»
Comentario:
Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España)
Hoy Jesús nos ofrece una mezcla explosiva de recomendaciones;
es como uno de esos banquetes de moda donde los platos son pequeñas ‘tapas’
para saborear. Se trata de consejos profundos y duros de digerir, destinados a
sus discípulos en el centro de su proceso de formación y preparación misionera (cf. Mt 11,1). Para gustarlos, debemos
contemplar el texto en bloques separados.
Jesús empieza dando a conocer el efecto de su
enseñanza. Más allá de los efectos positivos, evidentes en la actuación del
Señor, el Evangelio evoca los contratiempos y los efectos secundarios de la
predicación: «Enemigos de cada cual serán los que conviven con él» (Mt 10,36). Ésta es la paradoja de vivir
la fe: la posibilidad de enfrentarnos, incluso con los más próximos, cuando no
entendemos quién es Jesús, el Señor, y no lo percibimos como el Maestro de la
comunión.
En un segundo momento, Jesús nos pide ocupar el
grado máximo en la escala del amor: «quien ama a su padre o a su madre más que
a mí…» (Mt 10,37), «quien ama a sus
hijos más que a mí…» (Mt 10,37). Así,
nos propone dejarnos acompañar por Él como presencia de Dios, puesto que «quien
me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,40). El efecto de vivir acompañados por el Señor, acogido en
nuestra casa, es gozar de la recompensa de los profetas y los justos, porque
hemos recibido a un profeta y un justo.
La recomendación del Maestro acaba valorando los
pequeños gestos de ayuda y apoyo a quienes viven acompañados por el Señor, a
sus discípulos, que somos todos los cristianos. «Y todo aquel que dé de beber
tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo...» (Mt 10,42). De este consejo nace una
responsabilidad: respecto al prójimo, debemos ser conscientes de que quien vive
con el Señor, sea quien sea, ha de ser tratado como le trataríamos a Él. Dice
san Juan Crisóstomo: «Si el amor estuviera esparcido por todas partes, nacerían
de él una infinidad de bienes».
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