Obispo y Mártir, 06 de
Abril
Elogio:
En la región
de Sirmio, en Panonia, pasión de san Ireneo, obispo y mártir, que en tiempo del
emperador Maximiano, y bajo el prefecto Probo, fue primero atormentado, después
encarcelado y finalmente decapitado.
Un relato de los sufrimientos y la muerte de san
Ireneo, obispo de Sirmio, se encuentra en las actas de su martirio, que aunque,
no son dignas de confianza en los detalles, parecen estar basadas sin duda, en
algunos auténticos hechos históricos. Sirmio, en aquel entonces la capital de
Panonia, se levantaba en el lugar de la actual Mitrovica, a unos 65 kilómetros
al oeste de Belgrado. San Irineo debió haber sido un hombre de elevada posición
en aquel lugar, aun prescindiendo de su puesto como cabeza de esa cristiandad.
Durante la persecución de Diocleciano, el santo fue encarcelado como cristiano
y llevado ante Probo, gobernador de Panonia. Cuando se le ordenó que ofreciera
sacrificios a los dioses, él se rehusó diciendo: «Aquel que ofrezca sacrificios
a los dioses será arrojado al fuego del infierno». El magistrado le replicó: «Los
edictos del más clemente de los emperadores exigen que todos ofrezcan
sacrificios a los dioses o sufran el rigor de la ley». Se dice que el santo
contestó: «la ley de mi Dios me ordena sufrir todos los tormentos antes que
sacrificar a los dioses». Fue llevado al patio y, mientras era torturado, se le
urgió de nuevo a sacrificar, pero él permaneció firme en su resolución. Todos
los parientes y amigos del obispo estaban grandemente afligidos. Su madre, su
esposa y sus hijos lo rodeaban. Su esposa, bañada en lágrimas, se abrazó a su
cuello y le suplicó que salvara su vida por ella misma y por sus inocentes
hijos. Estos gritaban: «¡Padre, querido padre, ten piedad de nosotros y de ti
mismo!», mientras su madre sollozaba y los sirvientes, vecinos y amigos llenaban
la sala de la corte con sus lamentos.
El mártir se hizo insensible a estas súplicas, por
temor a que pareciera que no ofrecía a Dios su integridad y su fidelidad.
Repitió aquellas palabras dichas por Nuestro Señor: «Al que me negare ante los
hombres, yo le negaré ante mi Padre que está en los cielos», y evitó dar una
respuesta directa a las súplicas de sus amigos. Fue de nuevo confinado a la
prisión, donde se le tuvo por largo tiempo, sufriendo todavía más penalidades y
tormentos corporales que pretendían quebrantar su constancia. Un segundo juicio
público no produjo más efectos que el primero y, en la sentencia final se hizo
saber que, por desobediencia al edicto imperial, el reo sufriría la pena de ser
ahogado en el río. Se dice que Ireneo protestó de que tal muerte era indigna de
la causa por la que él sufría. Suplicó que se le diera una oportunidad para
probar que un cristiano, fortalecido con la fe en el único y verdadero Dios,
podía enfrentarse sin desmayar a los más crueles tormentos del perseguidor. Se
le concedió que fuera primero decapitado y que después, su cuerpo fuera lanzado
desde el puente al río. La narración de la muerte del mártir, hecha
originalmente en griego, ha sido incluida por Ruinart en su colección de «Acta
Sincera».
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