La
misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento
de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para
examinarse, convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas viene en
nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia
la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de
la historia del pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el
pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido
la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en
rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto
merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo
atestiguan: «Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han
negado a convertirse» (Os 11,5). Y
sin embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta
modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: «Mi
corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis
entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín,
porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo
aniquilar» (11,8-9). San Agustín,
como comentando las palabras del profeta dice: «Es más fácil que Dios contenga
la ira que la misericordia».
Si Dios se
detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que
invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia
enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto
Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no
significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien
se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio
de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza
la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se
experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia. Debemos
prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error
que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: «Desconociendo la
justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a
la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de
todo el que cree» (Rm 10,3-4). Esta
justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de
la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el
juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la
certeza del amor y de la vida nueva. jem
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