Nos preocupamos por la limpieza de la casa, por el buen funcionamiento en
el puesto de trabajo, por las colas en las oficinas públicas, por la limpieza
de las calles, por la puntualidad de los trenes y autobuses.
Podríamos, al mismo tiempo, preocuparnos más por las personas. Porque lo
que funciona, o lo que no funciona a nuestro alrededor, tiene su origen en lo
que cada uno piensa, siente, decide, hace.
Preocuparnos por las personas significa dar su debida importancia a ese familiar,
que no es simplemente alguien que compra la comida o que plancha la ropa
durante el día.
Preocuparnos por las personas permite descubrir si ese compañero de trabajo
que a veces llega tarde quizá vive una difícil situación familiar o tiene
problemas de salud.
Preocuparnos por las personas nos ayuda a dejar en segundo lugar la
búsqueda de buenos resultados en las tareas comunes para dar prioridad a las
necesidades y situaciones que experimentan quienes conviven a nuestro lado.
Esto vale también para la Iglesia católica. Porque sería triste que solo
nos fijásemos en la limpieza de la parroquia o en la calidad del sonido en las
misas, y nos olvidásemos de la persona que tiene tos o del párroco que no
consigue pagar la luz al final de mes.
Es cierto que tenemos que esforzarnos para que las cosas salgan adelante,
para que las oficinas sean eficientes, para que en casa haya más limpieza y
orden, para que los hospitales atiendan tempestivamente a los enfermos.
Pero también es cierto que estamos llamados a prestar nuestro cariño y
atención a las personas, que no son simplemente productores o funcionarios,
sino hombres y mujeres que sueñan, que lloran, que sufren y que hacen fiesta.
Por eso, cuando aprendemos a preocuparnos por las personas, adquirimos un
modo de verlo todo en un nivel superior, de forma que al pensar cómo poner en
orden esos papeles que llenan una estantería, también sabremos prestar atención
al oficinista que está cansado porque su hijo pequeño estuvo llorando toda la
noche... FP
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