—He pensado a veces que debería entregarme a Dios,
pero enseguida me viene la idea de que no valgo para eso, de que no soy
suficientemente brillante ni excepcional.
Moisés también
pensaba en su indignidad cuando dijo al Señor: ¿Quién soy yo para ir al Faraón
y sacar de Egipto a los israelitas? Pensaba solo en sus fuerzas y sus
cualidades. Sus excusas parecían bastante razonables, pero Dios le dijo: ‘Yo
estaré contigo’, y le indicó lo que tenía que hacer. Moisés insistió en que sus
dificultades no eran solo interiores: Mira que no me van a creer, ni escucharán
mi voz, pues dirán: ¡no se te ha aparecido Yahveh! Entonces, Dios hizo dos
milagros para mostrarle su poder: convertir su cayado en una serpiente y cubrir
de lepra su mano durante unos momentos. Y añadió: ‘Si tampoco te creen estos
dos prodigios ni escuchan tu voz, tomarás agua del Nilo y la derramarás en
suelo seco y el agua que hayas tomado del río se convertirá en sangre’.
Nada de esto
le pareció suficiente a Moisés, que siguió buscando más razones para
convencerse. Había visto su bastón convertido en serpiente y su mano cubierta
de lepra y curada en un instante. Había visto el poder omnipotente de Dios,
pero insistía: Yo no soy elocuente, y no de ayer ni de anteayer, ni incluso
desde que tú hablas a tu siervo, pues soy torpe de boca y torpe de lengua.
Parecía una
excusa concluyente. ¿Cómo Dios iba a elegir para hablar al Faraón y liberar al
pueblo precisamente a un tartamudo? Era de sentido común. Como las excusas que
todos solemos poner, que nos vienen enseguida a la cabeza cada vez que nos
enfrentamos a algo que nos cuesta. Son excusas llenas de ese falso realismo que
cuenta tan poco con el poder de Dios, con la perspectiva de lo sobrenatural.
Son razones bien estructuradas, bien armadas, que quizá nos repetimos una y
otra vez y que acabamos por creernos sin fisuras. ¿Cómo me puede pedir Dios a
mí, que soy tan tímido, esa misión de apostolado?
Pero Dios le
recuerda a Moisés: ¿Y quién ha dado boca al hombre? ¿O quién le hace mudo,
sordo, vidente o ciego? ¿Acaso no soy Yo, Yahveh? ¡Ve, pues, y yo estaré con tu
boca y te indicaré lo que has de hablar! La misión le sobrecoge. Le falta fe.
Intenta eludir la llamada diciendo que ‘hay otros’ mucho más dignos que él. Se
inflamó entonces la cólera de Yahveh, se lee en el Antiguo Testamento, y le
dijo que Él mismo asistiría con su poder las palabras que salieran de la boca
de Moisés.
También
nosotros hemos de confiar en Dios. Si Dios nos llama, si nos ha escogido para
llevar a cabo una misión concreta, nos dará la ayuda necesaria. Dios no llama a
nadie porque le deslumbren sus cualidades. Por ejemplo, sabemos por las cartas
de San Pablo que no era un apóstol con especial talento como orador ni una
figura atractiva: ‘Su presencia física es pobre y su palabra despreciable’ (2 Cor 10, 10), decían de él sus
adversarios. Los extraordinarios resultados apostólicos que alcanzó no se
deben, por tanto, a una brillante retórica o a refinadas estrategias
apologéticas, sino, sobre todo, a su compromiso personal, a que desafiaba los
peligros, dificultades y persecuciones.
Es Dios quien
da las cualidades necesarias, y quien dice ‘sígueme’. Por eso, no importa la
historia de cada uno, o los errores pasados o presentes, como decía San Agustín
cuando escuchaba el ruido de los juegos del Circo que habían dejado desiertas
las calles de su ciudad: “¿Qué os creéis? ¿Cuántos futuros cristianos no
estarán allí sentados? ¿Quién sabe? ¿Cuántos futuros obispos?”.
Nadie está
libre de defectos. Los santos tuvieron defectos, y algunos de ellos, muchos
defectos. Y demostraron la santidad precisamente luchando contra esos defectos.
Dios llama contando con virtudes y con defectos. Dios cuenta con tus virtudes,
para que las cultives, y con tus defectos, para que luches por superarlos.
Además, no
exageres tus limitaciones. Hay muchos santos a los que la naturaleza no dotó
aparentemente de demasiadas cualidades. Por ejemplo, cuando San Camilo de Lelis
se planteó por primera vez entregarse a Dios, no era precisamente un dechado de
virtudes. Desde pequeño, tenía muy arraigado un vicio que le causaría mucho
daño: era un gran jugador de cartas. Su pasión por el juego le llevaba a
numerosos conflictos y a perder constantemente el empleo. A los diecinueve
años, decide enrolarse en el ejército, pero su padre muere unos días antes de
embarcarse y Camilo se replantea su vida. Cruza por su mente la idea de hacerse
capuchino, y va a consultarlo con un tío suyo en el convento de los capuchinos
de Aquila. Su tío se lo desaconseja, viendo su vida tan poco ejemplar.
Entretanto, se hace una herida en una pierna y acaba ingresado en un hospital
de Roma, para curar la enorme llaga que se le ha abierto. Allí se queda a
trabajar como enfermero, pero al poco tiempo es despedido por su incorregible
vicio de jugador, que le hace ser negligente en la atención a los enfermos.
Decide de nuevo seguir la carrera de las armas y, durante seis años, lucha en
diversos frentes. A pesar de la cercanía constante de la muerte en los campos
de batalla, sigue siendo un vicioso del juego, hasta el punto de que en 1575
acaba mendigando y, poco después, trabajando como peón de albañil en
Manfredonia, donde los capuchinos están construyendo un nuevo convento.
En aquel
trabajo descubre lo vacía que está su vida y da un gran cambio. Entonces sí es
admitido como capuchino y durante un tiempo es un fraile ejemplar. Pero aquello
no dura mucho, pues se le abre nuevamente la llaga y tiene que volver a
ingresar en el hospital de Roma donde antes había trabajado. En su nueva y
larga estancia allí descubre el camino que Dios le tiene reservado. Los
hospitales de aquella época parecen exteriormente verdaderos palacios, pero en
las salas de los enfermos se desconoce la higiene y la limpieza más
elementales. Muchos de los enfermeros son personas condenadas por la justicia
que cumplen sus penas entre aquella pestilencia. Es fácil imaginar cómo están
asistidos los enfermos, con un personal reclutado de esa manera. Camilo, en su
nueva etapa, ejerce de nuevo como enfermero y da muestras de una diligencia y
unos sentimientos tan fraternales con los enfermos, que pronto es nombrado
administrador y director del hospital. Inicia entonces unas importantes reformas.
Cada enfermo tiene su propia cama, con ropa limpia. Mejora mucho la
alimentación. Los medicamentos se dan con rigurosa puntualidad. Y, sobre todo,
el nuevo director, con su gran corazón, asiste personalmente a cada uno,
comparte con ellos sus padecimientos, consuela a los moribundos y estimula el
esmero de todos en favor de los que sufren. Una noche de agosto de 1582 se le
ocurre un pensamiento: ¿Y si reuniera a unos hombres de corazón en una nueva
congregación religiosa, para que cuidasen a los enfermos, no por dinero, sino
por amor a Dios? Inmediatamente lo habla con cinco buenos amigos, que acogen la
idea con entusiasmo. Piensa también que Dios le pide ser sacerdote, para
dirigir esa fundación. Pasa por muchas dificultades, pero en 1586 el Papa Sixto
V aprueba la Congregación y autoriza que sus miembros ostenten una cruz roja en
la sotana y en el manto. Así nace la gran familia de los ‘Camilos’, hermana de
la de los ‘Hospitalarios’, fundada en España por San Juan de Dios. No falta
trabajo a los nuevos cruzados de la caridad. Camilo y los suyos se multiplican.
En todas partes donde hay apestados, hambre o miseria, allí se presenta el
admirable fundador y sus religiosos, que enseguida demuestran ser enfermeros
atentos, hábiles y paternales, que se esfuerzan por considerar y ver a
Jesucristo en cada enfermo.
Pronto abre
una segunda casa en Nápoles, y después en Milán, Génova, Bolonia, Florencia y
otras ocho poblaciones de Italia. El Fundador se traslada de una a otra,
incesantemente, al galope de su caballo o navegando en precarias embarcaciones.
Sufre varios accidentes y pasa numerosos peligros. A su muerte, en 1614, hay
quince casas, ocho hospitales y doscientos religiosos. Hoy es una institución
extendida por todo el mundo, con casi dos mil miembros y ciento cincuenta
hospitales.
Y todo
comienza con aquel joven que en 1569 empieza a trabajar como enfermero en un
hospital de Roma, con ciertas inquietudes espirituales pero demasiado
aficionado a los juegos de cartas. ‘No tiene la menor aptitud para el oficio de
enfermero’, había sentenciado el director al despedirle. Pero aquel hombre
acaba fundando una gran institución que, junto con otras semejantes, cambia
sustancialmente a partir de entonces el modo en que se atiende a los enfermos.
Cuando
pensamos si somos o no dignos de recibir determinada misión por parte de Dios,
hemos de cuidarnos de que aquello no sea la excusa para quedarnos dignamente
recostados en la comodidad. Porque no hay que pensar tanto en la indignidad
personal, sino en cuál es el designio de Dios para nosotros.
Y si, además,
resulta que tendemos a pensar mucho en nuestras muchas limitaciones, y hasta
las exageramos, pero solo cuando pensamos en la entrega a Dios, y en cambio,
para el resto de nuestra vida, apenas consentimos que nos recuerden que tenemos
defectos, parece claro que nos falta rectitud en todo ese aparentemente humilde
planteamiento.
—Pero a todos nos suele parecer que nuestra
aportación personal será pequeña y tendrá poca trascendencia.
Muchas veces,
las pequeñas aportaciones tienen mucha trascendencia. En Venecia, en la plaza
de San Marcos, sobre el dintel de una puerta, cerca de la Torre del Reloj, hay
un relieve que es un simple vaso. Pero un vaso que tiene su historia. En 1310,
algunas grandes familias de Venecia decidieron apoderarse por la fuerza de esta
pequeña República y una noche reunieron a todos sus partidarios para asaltar el
Palacio del Dux. Pero una viejecita que vivía cerca, en la entrada de una
mercería, al verlos, tiró un vaso de metal desde su ventana para alertar a los
guardias. Acudieron enseguida, y los conjurados, creyéndose traicionados,
abandonaron su intento. Aparentemente hizo poco, pero con eso bastó para salvar
la República. Y la República ordenó que se pusiese ese vaso en el dintel de su
casa como recuerdo.
A veces lo
nuestro puede efectivamente parecer una pequeña aportación, como la de aquella
anciana que arrojó a la calle un pequeño vaso de metal. Es cierto que hay otras
personas con más virtudes y más cualidades. Pero, si Dios nos llama, nos dará la
fortaleza y las cualidades necesarias. Así sucedió con Moisés, que, a pesar de
todo, al final hizo lo que Dios le dijo, y Dios dijo de él: “Moisés es en toda
mi casa el hombre de mi confianza”. AA
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