Texto del
Evangelio (Mt 11,20-24): En aquel
tiempo, Jesús se puso a maldecir a las ciudades en las que se habían realizado
la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido: «¡Ay de ti,
Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho
los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se
habrían convertido. Por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor
para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a
encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho
los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy. Por eso os
digo que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para
ti».
«¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti,
Betsaida!»
Comentario:
Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz (El Montanyà, Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio nos habla del juicio histórico
de Dios sobre Corozaín, Cafarnaúm y otras ciudades: «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay
de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros
que se han hecho en vosotras, tiempo ha que (...) se habrían convertido» (Mt 11,21). He meditado este pasaje
entre sus negras ruinas, que es todo lo que queda de ellas. Mi reflexión no me
ha llevado a alegrarme del fracaso que sufrieron. Pensaba: en nuestras
poblaciones, en nuestros barrios, en nuestros casas, por ellas también pasó el
Señor y... ¿qué caso se le hizo?, ¿qué caso le he hecho yo?
Con una piedra en la mano, me he dicho para mis
adentros: algo así quedará de mi existencia histórica, si no vivo
responsablemente la visita del Señor. He recordado al poeta: «Alma, asómate
ahora a la ventana: verás con cuánto amor llamar porfía», y avergonzado
reconozco que yo también he dicho: «Mañana le abriremos... para lo mismo responder
mañana» (Lope de Vega).
Cuando cruzo las inhumanas calles de nuestras
“ciudades dormitorio”, pienso: ¿qué se puede hacer entre estos habitantes con
quienes me siento incapaz de establecer un dialogo, con quienes no puedo
compartir mis ilusiones, a quienes me resulta imposible trasmitir el amor de
Dios? Recuerdo, entonces, el lema que escogió san Francisco de Sales al ser
nombrado obispo de Ginebra —el máximo exponente de la Reforma protestante— en
aquel tiempo: «Donde Dios nos plantó, es preciso saber florecer». Y si con una
piedra en la mano meditaba el juicio severo de Dios que puede recaer sobre mí,
en otros momentos —con una florecilla silvestre, nacida entre los hierbajos y
el estiércol de la alta montaña— pienso que no debo perder la Esperanza. Debo
corresponder a la bondad que Dios ha mostrado conmigo, y así mi pequeña generosidad
depositada en el corazón del que saludo, la mirada interesada y atenta hacia el
que me pide una información, mi sonrisa dirigida al que me cede el paso,
florecerá en un futuro. Y nuestro entorno no perderá la Fe.
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