Poner
fronteras implica dos cosas: que lo que se encuentra a un lado de la frontera
es distinto de lo que se encuentra al otro lado (o, por lo menos, que así lo
pensamos, queremos e “imponemos”); y que esa distinción de “realidades” lleva
consigo algunas diferencias de comportamientos. Así, cuando decimos que en este
lado del Río Grande se vive en México, y que en el otro lado estamos en Estados
Unidos, ello implica una diferencia no sólo de naciones, sino de leyes, de
comportamientos, de derechos. Esta diferencia la conocen muy bien los que
quieren pasar de un lado a otro, con o sin documentos, y también la policía que
controla las fronteras a uno y otro lado del sereno, tranquilo y secular río.
Se habla hoy,
sin embargo, de una posible eliminación futura (o atenuación) de las fronteras.
En Europa ya es posible pasar las fronteras de algunos países (que todavía
existen) sin necesidad de detenerse para ninguna revisión, si bien se mantienen
diferencias legales sustanciales. Quizá algún día ocurra algo parecido entre
Estados Unidos, México y Canadá, y, ¿por qué no?, entre otros países de
América, de Asia, de África.
Por desgracia,
a veces se crean otro tipo de fronteras, que no tienen ningún origen político
ni histórico, y que podemos llamar “discriminaciones”. Se trata de dividir a
los hombres de una comunidad según tengan un sexo u otro, una edad u otra, una
raza u otra, una cierta riqueza o los bolsillos vacíos y roídos por los
ratones, etc. Una vez realizadas estas divisiones, a unos se les asignan
ciertos derechos y a otros se les privan de los mismos. La realización extrema
de estas parcelaciones humanas se dieron en la Alemania nazi o en algunos
países comunistas, donde el hecho de pertenecer a la oposición, a una clase
social o simplemente a la raza judía o gitana conllevaba la pérdida de casi
todos los derechos y, en muchas ocasiones, el crimen despiadado y frío, llevado
a cabo con técnicas de eliminación masiva, incluso con productos químicos de la
más avanzada “tecnología de muerte”.
Curiosamente,
en el mundo actual se está presentando un nuevo tipo de discriminaciones,
establecidas con frialdad por algunos científicos (mejor, pseudocientíficos) y
grupos de poder. Me refiero a la que se establecen entre niños no nacidos y
niños ya nacidos, o entre fetos y embriones, o entre embriones y
“preembriones”. Me quiero fijar en esta última palabra, que ha sido impuesta
desde 1984 por un grupo de estudiosos británicos (los que dieron lugar al
“informe Warnock”) con fines claramente discriminatorios y con una muy pobre
base científica.
¿Qué es un
preembrión? El término fue creado para designar al individuo de la especie
humana (o, por extensión, de las demás especies) en el periodo de desarrollo
que va desde la fecundación del óvulo hasta la formación del inicio de lo que
será el sistema nervioso (lo que los biólogos llaman la “línea primitiva”). En
palabras más llanas, lo que tú y yo fuimos desde el momento de la concepción
hasta el día 14º de nuestra existencia, cuando todo era una aventura
apasionante de lucha veloz por aumentar el número de células y por prepararnos
al “enganche” en el útero de nuestras madres para seguir luego las siguientes
etapas de desarrollo. La aventura del vivir, de todos modos, sigue siendo
apasionante también después del día 14, y después de nacer, y mañana y pasado y
dentro de 10 años, si todavía seguimos “vivos y coleando”.
Lo primero que
hay que decir, ante esta nueva propuesta, es que, a nivel científico, la
palabra “preembrión” es una invención bastante arbitraria, pues la biología ya
había notado que se daban distintas etapas de desarrollo en el embrión (estado
de zigoto, de mórula, de blástula, etc.), sin tener que añadir un nuevo término
para “complicar” más lo que ya era algo complejo. En segundo lugar, porque al
hablar del preembrión humano se ha querido subrayar que falta en tal “cosa” la
individualidad necesaria para considerarlo un ser plenamente humano, cuando
esto significa saber muy poco de lo que ya conocemos desde hace más de 40 años:
que, desde el momento de la concepción, se elabora una nueva información
genética que implica la existencia de un ser totalmente singular, único, en la
historia de la humanidad.
El preembrión corre
el riesgo de convertirse, según algunos de los defensores del término, en una
especie de “pre-hombre” o, si se prefiere, en un “sub-hombre”. Es decir, yo,
tú, todos, nacimos de algo no humano que se encontraba en el interior de
nuestras madres, y que un día, misteriosamente, se convirtió en “hombre”. Esto
es tan absurdo como si, ante un ecologista que se quejase de que estamos
comiendo huevos de avestruz, nosotros le contestásemos, que, si todavía tal
huevo no hubiese iniciado a desarrollar la “línea primitiva”, no se trataría
entonces de un huevo de avestruz, sino de un huevo de pre-avestruz, así que no
estaríamos poniendo en peligro la supervivencia de esta especie...
La noción de
preembrión está unida a discriminaciones prácticas y legales, en especial en no
pocas clínicas falsamente llamadas “de ayuda a la fertilidad” o de
“reproducción asistida” (que muchas veces se convierte en “reproducción
sustituida”, llevada a cabo por técnicos que no curan la infertilidad en sus
causas, sino que mantienen la situación estéril de la pareja y asumen el papel
de “sustitutos” en lo que se refiere al control de la concepción humana). Hay
leyes, por ejemplo, que sólo protegen a los embriones, pero permiten
experimentar, congelar e incluso eliminar a los preembriones. Esto implica ir
contra la protección que todo ser humano merece, pero con fórmulas tan sutiles
que, al final, nos quieren hacer pensar que el preembrión no es uno de nuestra
especie, o que sólo es un conjunto confuso y caótico de células subhumanas. Volvemos
al estado de mentalidades opresoras según las cuales el indio no tenía alma o
era subhumano, o el enemigo era privado de todos sus derechos (aunque se
tratase de un niño o de un anciano, por el hecho de ser de la otra nación o
tribu, como en los casos de muchas guerras de exterminio o de los campos de
concentración nazis).
La inventora
de la noción “preembrión”, Anne McLaren, tuvo que reconocer que se trataba de
un acuerdo convencional, es decir, de un término que permitía a los
investigadores el experimentar (muchas veces, si es que no siempre, el
experimento termina con la destrucción del preembrión) con seres humanos. Por
desgracia, la frontera del día 14 ya no satisface a muchos, pues ahora se
quieren realizar experimentos sobre embriones (¡ya gozan de ese nombre después
del temible día 14!) de 29-30 días. Quizá pronto se invente un nuevo término
para esos embriones, o se diga que el preembrión continúa siendo preembrión
hasta el día número 30, 35, 40...
Es verdad que
la simple afirmación científica, somos hombres desde que tenemos una identidad
genética (lo cual ocurre cuando se forma el zigoto, después de la concepción),
no es suficiente para garantizar la seguridad ni los derechos de nadie. Tampoco
estoy seguro de no ser asesinado por un loco aunque tenga 40 años y músculos de
boxeador profesional. Decir que tú y yo somos hombres, de todos modos, ya es
mucho. Negar que sean plenamente hombres otros seres humanos, por tener menos
células, por no haber nacido, por haber nacido con un color u otro, o por tener
más o menos dinero, es establecer una discriminación tan grave que deja abierta
las puertas a todo tipo de injusticias y de crímenes. Hitler no terminó en
1945. La tentación totalitaria sigue viva en algunos hombres y mujeres que
quieren controlar y discriminar a los débiles, los pequeños (los que sólo
tienen pocos días de vida en el seno de sus madres o en la probeta de un
laboratorio) o los de otras razas o naciones. A ella podemos responder con el
amor humanitario: defender a cualquier hombre o mujer y ofrecerles nuestro amor
y solidaridad. Así podremos iniciar una civilización sin fronteras, una cultura
de la justicia, de la paz y del amor. La que nos ha permitido vivir a ti y a
mí, y la que permitirá la vida de todos los que vengan después de nosotros, si
somos capaces de amar. La decisión está en nuestras manos y en nuestro corazón.
FP
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