“Nuestro Señor
fue preparando las cosas -contaba San Josemaría Escrivá- para que mi vida fuese
normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano,
como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían
su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo
tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la
adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un
colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos”.
De su padre,
D. José Escrivá, recibió un constante ejemplo de laboriosidad. El pequeño
Josemaría le vio trabajar incansablemente, día tras día, en la pequeña
industria que poseía en Barbastro, con una gran preocupación por el bienestar
material y espiritual de las personas que trabajaban a sus órdenes. También de
él aprendió a llevar con serenidad las contrariedades grandes o pequeñas de la
vida, sin impaciencia, con buen humor: “No le recuerdo jamás con un gesto
severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con
solo cincuenta y siete años murió agotado, pero estuvo siempre sonriente (…). Y
vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás
de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna (…). Y fuimos
adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico
mal -ahora me doy cuenta- que según los médicos se produce cuando se pasa por
grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y
se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante
decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos
tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi
tierra”.
“Le vi sufrir
con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una
escuela para mí. Fue una providencia de Dios. El Opus Dei debía nacer en el más
absoluto desamparo, sin ningún asidero terreno en el que apoyarse. Mi padre se
arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el
Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia
de Dios y buen humor.
“Ahora quiero
más a mi padre, y doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los
negocios, porque así sé lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido.
Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un
cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la
calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana”.
En ese clima
familiar de generosidad, de cariño y de fortaleza, maduró la llamada que Dios
comenzaba a dirigirle. Primero fue un suave requerimiento, que sacudió lo más
íntimo de su ser: un barrunto de amores divinos, que empezó a sentir desde los
quince o dieciséis años, al ver aquellas huellas en la nieve. “Yo nunca pensé
en hacerme sacerdote -recordaba-, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me
había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor
iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto
mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente...”.
Un día de
1918, Josemaría le dice a su padre que desea ser sacerdote. D. José, que
continúa entregado a su trabajo para que la familia pueda remontar la difícil
situación en que se encuentran, se queda absolutamente sorprendido. De pronto,
se vienen abajo los planes que soñaba para su único hijo varón. Y él, que no ha
llorado nunca ante tanto acontecimiento doloroso, nota ahora, irremediables,
las lágrimas que cruzan por su cara. “A él le debo la vocación -afirmó San
Josemaría muchas veces-. Un buen día le dije a mi padre que quería ser
sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles,
pero no se rebeló. Me contestó: hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen
que ser santos. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en
la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con
un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño”.
D. José aceptó
con generosidad el camino que el Señor trazaba para su hijo, cuando escuchó sus
confidencias. No quiso Dios, sin embargo, que tuviera la dicha de ver a su hijo
en el altar. El Señor le llamó pocos días después de que recibiera el
subdiaconado, cuatro meses antes de su ordenación sacerdotal en Zaragoza.
Marchó al Cielo, cumplida ya su tarea en la tierra, cuando su hijo se orientaba
definitivamente por ese camino sacerdotal que culminaría con la fundación del
Opus Dei.
Peter Berglar,
uno de los biógrafos de San Josemaría, se detiene a considerar precisamente ese
modo de reaccionar del pequeño Josemaría ante la desgracia. Era un niño alegre,
normal, ni mimado ni libre de problemas. ¿Qué sucede en el interior de un
adolescente que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el
fallecimiento de sus tres hermanas pequeñas, el dolor de los padres, las terribles
horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio?
Y, haciendo
una comparación audaz, se refiere a otro chico de diecisiete años, en esa misma
época, a unos miles de kilómetros de distancia. Ese chico se llamaba Lenin y,
bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, perdió la fe cristiana,
hasta el punto que, según cuentan testigos presenciales, en ese momento se
arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí.
Estamos ante
un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la
adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que
acarreará terribles consecuencias para sí mismo y para millones de personas.
Otro hombre, ante la dureza de otra tragedia familiar, se fortalece en su deseo
de dar un sentido más alto a su vida, y los frutos serán, en este caso, una
vida de santidad.
Ignoramos el
sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y
para el mal. Hay una anécdota que es quizá una muestra de esas luchas
interiores del pequeño Josemaría. Es un pequeño episodio que recuerda una amiga
de la familia Escrivá. En sus juegos de niños, les gustaba hacer castillos de
naipes. Una tarde de 1913, al poco de morir la segunda de sus hermanas, estaban
absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última
carta de uno de aquellos castillos de naipes, cuando Josemaría, que no
acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio
llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: “Eso mismo hace Dios con las
personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo
tira”. Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba en medio
de una fuerte crisis. Había experimentado la imposibilidad de comprender lo que
Dios a veces permitía que sucediera, y sufría ante la posibilidad de tener que
aceptar una fría arbitrariedad. Pero su alma, estremecida, se apartó de esa
interpretación. El pequeño Josemaría se apartó del terrible abismo negro en el
que cayó el joven Lenin.
La reacción
ante la dolorosa presencia de mal en el mundo suele marcar la profundidad con
que ha calado el espíritu cristiano en una persona. Hay un pasaje en el
Evangelio de San Lucas en que se aborda esta cuestión. Según la mentalidad de
aquella época, la gente tendía a pensar que las desgracias recaen sobre las
víctimas a causa de sus culpas personales. Jesucristo, por el contrario, les
dice: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás
galileos, porque han padecido esas cosas? O aquellos dieciocho sobre los que se
desplomó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los
demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo”. “Este es el punto -comenta
Benedicto XVI- al que Jesús quiere llevar a quienes le escuchaban: la necesidad
de la conversión. No la presenta en términos moralistas, sino realistas, como
única respuesta adecuada a sucesos que ponen en crisis las certezas humanas.
Ante ciertas desgracias, advierte, no sirve de nada echar la culpa a las
víctimas. Lo verdaderamente sabio consiste, más bien, en dejarse interpelar por
la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer
penitencia y mejorar nuestra propia vida.
“Esta es la
sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, a todos los niveles,
interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante
todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la
propia vida. De otro modo, pereceremos, dice, pereceremos de la misma manera.
De hecho, las personas y las sociedades que viven con aire de suficiencia
tienen como único destino final la ruina. La conversión, por el contrario, a
pesar de que no preserva de los problemas y adversidades, permite afrontarlos
de manera diferente. Ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus
amenazas. Y, en todo caso, permite vencer al mal con el bien, y aunque no
siempre sea a nivel de los hechos, que a veces son independientes de nuestra
voluntad, ciertamente siempre es así a nivel espiritual. La conversión vence al
mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre pueda evitar sus
consecuencias”.
El mal está
indiscutiblemente presente ante la vista de todos, y su presencia es una
invitación a la conversión personal. Las personas que han pasado por mayores
dificultades tienen más oportunidades de madurar. Y quizá quienes han alcanzado
una mayor madurez, suelen haberla logrado por su experiencia a la hora de
afrontar de modo positivo unas dificultades superiores a los demás. Y la
familia suele ser la fragua donde se aprende a abordar bien esas situaciones.
El ejemplo de
los padres ha constituido habitualmente, a lo largo de la historia de la
Iglesia, una ayuda insustituible en los primeros pasos de la entrega de sus
hijos. Su paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados, que han
buscado lo mejor para Dios y lo mejor para sus hijos, aunque fuese costoso para
ellos. La historia presenta una galería magnífica, y a veces desconocida, de
padres de santos, que con su ejemplo y su entrega silenciosa en favor de sus
hijos, hicieron, sin saberlo, un gran servicio a la humanidad.
—¿Y qué piensas que deben hacer los padres por la
vocación de sus hijos, una vez que ya han decidido entregarse a Dios?
Cuando un hijo
o una hija se entregan a Dios, los padres tienen por delante una tarea que no
acaba nunca. No deben desentenderse, pensando que otros ya se ocupan de él o de
ella, sino que han de ayudarles a seguir su camino, especialmente cuando aún
son jóvenes. Tienen ante sí algo sobrenatural, misterioso y frágil. Deben
acoger con una estima grande su actitud generosa, y apoyarles siempre con su
oración y su cariño, estén cerca o lejos, de modo que, pase lo que pase,
encuentren siempre en los padres acogida y comprensión. Su misión, antes y
después de que los hijos sientan la llamada de Dios, es de gran importancia.
—Además de los padres, están los hermanos y el
resto de la familia. ¿Qué dices sobre su influencia en la vocación?
La influencia
de la familia, y en especial de los hermanos, puede ser muy grande, en un
sentido o en otro. Sucede en la vocación profesional y en muchas cosas más,
pues la referencia personal que supone un hermano o una hermana mayor tiene un
peso grande, y es bien posible que Dios quiera contar con eso al llamar a una
persona a determinado camino. Así lo explicaba, por ejemplo, Santa Teresa de
Lisieux en su autobiografía: “Estaba yo muy orgullosa de mis dos hermanas mayores,
pero mi ideal de niña era Paulina... Cuando estaba pensativa y mamá me
preguntaba ‘¿En qué piensas?’, la respuesta era invariable: ‘¡En Paulina...!’.
Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo
entonces, casi sin saber lo que era eso, pensaba: ‘Yo también seré religiosa’.
Es este uno de mis primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de
intención...”. AA
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