Texto del
Evangelio (Lc 17,11-19): Un día,
sucedió que, de camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría
y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres
leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús,
Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a
los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Uno de ellos,
viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose
rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un
samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los
otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios
sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
«¡Jesús, Maestro, ten compasión de
nosotros!»
Comentario:
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy podemos comprobar, ¡una vez más!, cómo
nuestra actitud de fe puede remover el corazón de Jesucristo. El hecho es que
unos leprosos, venciendo la reprobación social que sufrían los que tenían la
lepra y con una buena dosis de audacia, se acercan a Jesús y —podríamos decir
entre comillas— le obligan con su confiada petición: «¡Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros!» (Lc 17,13).
La respuesta es inmediata y fulminante: «Id y
presentaos a los sacerdotes» (Lc 17,14).
Él, que es el Señor, muestra su poder, ya que «mientras iban, quedaron limpios»
(Lc 17,14).
Esto nos muestra que la medida de los milagros de
Cristo es, justamente, la medida de nuestra fe y confianza en Dios. ¿Qué hemos
de hacer nosotros —pobres criaturas— ante Dios, sino confiar en Él? Pero con
una fe operativa, que nos mueve a obedecer las indicaciones de Dios. Basta un
mínimo de sentido común para entender que «nada es demasiado difícil de creer
tocando a Aquel para quien nada es demasiado difícil de hacer» (Beato J. H. Newman). Si no vemos más
milagros es porque ‘obligamos’ poco al Señor con nuestra falta de confianza y
de obediencia a su voluntad. Como dijo san Juan Crisóstomo, «un poco de fe
puede mucho».
Y, como coronación de la confianza en Dios, llega
el desbordamiento de la alegría y del agradecimiento: en efecto, «uno de ellos,
viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose
rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias» (Lc 17,15-16).
Pero..., ¡qué lástima! De diez beneficiarios de
aquel gran milagro, sólo regresó uno. ¡Qué ingratos somos cuando olvidamos con
tanta facilidad que todo nos viene de Dios y que a él todo lo debemos! Hagamos
el propósito de obligarle mostrándonos confiados en Dios y agradecidos a Él.
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