Estanislao era
el segundo hijo del príncipe Jan Kostka, un jefe militar y senador polaco.
Cuando Estanislao tenía catorce años, fue enviado a Viena, junto con su hermano
Paolo, para proseguir sus estudios. La ejemplaridad de Estanislao hizo que
enseguida fuese respetado y querido por todos los colegiales. Sin embargo, se
le hacía difícil la convivencia con su hermano Paolo, que era de temperamento
inestable y dominante, y llevaba una vida cada vez más frívola.
Desde muy
pronto, Estanislao quiso ingresar en la Compañía de Jesús, pero no fue admitido
por temor de indisponer a su padre contra la Compañía. Paolo se burlaba de su
hermano pequeño, y sus ironías contra su modo cristiano de vivir se hicieron
cada vez más frecuentes y más desagradables.
Considerando
insuperable la oposición de su familia, y harto del maltrato constante de su
hermano, decidió huir. Una mañana de agosto de 1567, partió a escondidas. En
las afueras de Viena, cambió sus vestidos por unas ropas de peregrino. Durante
veinte días marchó a pie y solo hasta Alemania, primero a Augsburg y después a
Dillingen. Allí fue acogido amablemente por San Pedro Canisio, que dispuso que
se dedicara a los trabajos más humildes de la casa. El joven cumplió su
cometido con tal esmero y alegría, que todos quedaron profundamente
impresionados por Estanislao y, viéndole tan convencido de su vocación, le
enviaron a Roma.
En cuanto su
padre supo de la fuga, le invadió la ira y escribió cartas de amenaza a los
superiores de la Compañía, así como a obispos y cardenales, asegurando que
haría cualquier cosa para expulsar a los jesuitas de Polonia, y que, respecto a
su hijo, lo llevaría de vuelta a su patria, aunque tuviera que atarlo de pies y
manos. Entre tanto, Estanislao había recibido también una dura carta de su
padre, en la que repetía esas mismas amenazas y le reprendía por “haber tomado
una sotana despreciable y haber abrazado una profesión indigna de tu alcurnia”.
Estanislao respondió con corrección, pero manifestando su firme decisión de
servir a Dios en la vocación a la que se sentía llamado.
Una vez en
Roma, tras un viaje a pie de casi mil quinientos kilómetros, se entrevistó con
San Francisco de Borja, que accedió a su petición y le admitió en el noviciado.
Poco había de durar, sin embargo, la vida de Estanislao de Kostka, pues
falleció al año siguiente, con solo dieciocho años de edad. Pero ese tiempo tan
corto fue suficiente para dejar impresionados a todos los que conocieron a
aquel joven novicio polaco. Enseguida se difundió su fama de santidad y muchas
personas visitaban su tumba en Roma. Pronto se atribuyeron a su intercesión
numerosos milagros, se multiplicaron sus biografías en diversas lenguas, así
como la difusión de sus retratos, imágenes y estatuas. Fue canonizado y se le
venera como patrono de Polonia. En su honor se construyeron muchas iglesias y
se bautizó con su nombre a un gran número de niños. El culto popular se
extendió más allá de cualquier expectativa.
Llama la
atención cómo una vida tan corta pudo dar lugar a tanta fecundidad. Es quizá
una muestra de que, para ser llamado por Dios, no hace falta una edad muy alta,
ni haberlo probado todo. Es más, con la inocencia de su vida, alcanzó en poco
tiempo la madurez y la fecundidad de una larga existencia.
—De todas formas, si unos padres ven muy tierno a
su hijo, es lógico que piensen que necesita más tiempo y más experiencia de la
vida para plantearse cuestiones de esa trascendencia.
En unos casos,
Dios llama a personas con una larga experiencia humana; en otros, no. Y de la
misma manera que no hace falta haber pasado por varios noviazgos para acercarse
con madurez al matrimonio, tampoco hacen falta para decidirse por Dios. Tolstoi
decía que quien ha conocido solo a su mujer y la ha amado, sabe más sobre la
mujer que quien ha conocido mil. La calidad o la madurez de un amor no dependen
de las experiencias previas. Es verdad que hay que ser maduro para emprender un
noviazgo o una etapa de prueba en un camino vocacional, pero no es preciso
‘haber conocido mucho mundo’, ni haber superado pruebas a las que quizá es una
temeridad someter a una persona, como quizá habría sido ponerlas para probar el
noviazgo o el matrimonio de sus padres.
Los padres
deben ayudar a los hijos a decidir con libertad. Las decisiones que determinan
el rumbo de una vida han de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin
coacciones. Si, por la razón que sea, unos padres piensan que su hijo carece de
la madurez necesaria para la entrega, lo normal será comentarlo con confianza
con el propio interesado, y quizá también con otras personas que le conozcan
bien y posean la sensatez y el sentido sobrenatural necesarios, pues siempre es
arriesgado pensar que uno mismo es el único que lo conoce bien.
Hay que
discernir en cada caso concreto, sin presuponer por principio que el deseo de
entrega de un hijo es un ímpetu juvenil, pasajero y superficial. En la
actualidad, es tan fuerte la presión que reciben en contra, que ellos saben
bien que entregarse a Dios les supondrá ir contracorriente, así como renuncia y
sacrificio. Por tanto, cuando un hijo está decidido a hacerlo, más bien habría
que presuponer que es reflejo de una actitud generosa y madura, no un arranque
infantil.
“Los padres
-comentaba San Josemaría Escrivá- pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda
preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia,
haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales
pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas.
“Pero el
consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía
las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por
factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo
bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene
derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de
querer proyectarse indebidamente en sus hijos -de construirlos según sus propias
preferencias-, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a
cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en
el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos
motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad,
la solución no está en la violencia, sino en comprender y -más de una vez- en
saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera
necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.
“Los padres
que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de
los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con
delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre
capaz de amar y de servir a Dios. Y no es un sacrificio para los padres que
Dios les pida sus hijos. Ni para los que llama el Señor es un sacrificio
seguirle. Por el contrario, es un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una
muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en
un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad...”.
Para los
padres, que Dios llame a sus hijos supone una muestra de especial afecto, un
verdadero privilegio. “Los padres -señala el Catecismo Iglesia Católica- deben
acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a
uno de sus hijos. Deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus
hijos para seguirla”. Por eso, los padres cristianos que han entendido la
vocación misionera de la Iglesia se esfuerzan por crear en sus hogares un clima
en el que pueda germinar la llamada a una entrega total a Dios.
“La familia
-explica Juan Pablo II- debe formar a los hijos para la vida, de manera que
cada uno cumpla con plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida
de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores
trascendentes, que sirve a los demás con alegría, que cumple con generosa
fidelidad sus obligaciones y es consciente de su participación en el misterio
de la Cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor semillero de
vocaciones a la vida dedicada al Reino de Dios”.
—Pero, con lo mal que están las cosas en muchos
ambientes, es lógico que a los padres les dé un poco de miedo pensar en el
futuro de sus hijos tan jóvenes entregados a Dios en medio de todo eso.
Es una
inquietud natural, pero no podemos quejarnos de tantos males como aquejan al
mundo, de la falta de recursos morales en la sociedad, de la falta de ideales
grandes en la vida de tantos chicos jóvenes, o de lo mal que están determinados
ambientes, si luego no ponemos de nuestra parte todo el calor y el ánimo
posibles para que haya personas que sean llamadas por Dios para regenerar esos
ambientes. La solución a esos problemas está, en gran medida, en la mano de los
padres con verdadero afán misionero y apostólico, que se esfuerzan por dar a
sus hijos una verdadera educación cristiana y procuran sembrar en sus almas
ideales de santidad, ensanchar su corazón con las obras de misericordia y crear
en torno a ellos un ambiente de sobriedad y de trabajo.
—Pero quizá no hay necesidad de que comiencen tan
jóvenes su camino de entrega a Dios.
No parece que
fuera así en el caso de San Estanislao, pues, como acabamos de recordar, solo
vivió hasta los dieciocho años. Dios tiene sus tiempos, que no siempre
coinciden con los nuestros. Y hay ideales que, si no prenden en la primera
juventud, es fácil que se pierdan para siempre. Es en la juventud cuando suelen
nacer los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la
propia vida, de mejorar el mundo, de cambiarlo.
Cuando una
persona joven se plantea ideales altos de santidad y de apostolado, las
familias verdaderamente cristianas lo reciben con un orgullo santo. Por eso, si
has conseguido ponerte en el lugar de tu hija o de tu hijo, ya te habrá
contagiado un poco de esa felicidad y de esa alegría suyas. Como madre, o como
padre, que desde el primer momento has buscado lo mejor para tu hija o para tu
hijo, debes sentir también esa satisfacción. ¿Cuál sería tu reacción, si te
dijeran que tu hija ha sido seleccionada para representar a tu país en los juegos
olímpicos? ¿O si designan a tu hijo como componente del equipo nacional en unos
campeonatos del mundo? ¿Y si alguno de ellos es elegido para desempeñar un
cargo público de elevada responsabilidad? Nadie acoge esas noticias con pesar o
indiferencia. ¿Y cómo debes sentirte si el que elige no es un seleccionador
deportivo, o un gobernante, sino el mismo Dios? ¿Y si, además, la recompensa no
es simplemente una medalla, unos honores o unos ingresos económicos, sino el
ciento por uno y la vida eterna? AA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario