Mártir
Laico, 03 de Octubre
Martirologio Romano: En España, Manuel Basulto Jiménez, obispo de
Jaén (España), y de cinco compañeros, asesinados por odio a la fe. (†
1936-1937)
Fecha de beatificación: Entre los 522 mártires de España, el 13 de octubre de 2013, durante el
pontificado de S.S. Francisco.
Nació
en Vilches, Jaén, España el 20 de octubre de 1914. Fue el decimotercero de
quince hermanos. Cinco de ellos murieron a una edad prematura por causa de
enfermedades infantiles que no siempre pudieron atajarse en esa época. La
profesión de su padre, empleado en Obras Públicas, impregnó el devenir de todos
en constante trasiego por las localidades en las que el trabajo lo reclamaba;
los hijos procedían de diversos lugares. Puede que la serranía de Cazorla
marcase al beato ya que en una de sus localidades, Tíscar, donde vivió poco
tiempo, se veneraba a la Virgen en el Santuario. Y la disponibilidad de la
Madre del cielo, su fiat,
sería lección que seguramente le acompañó en su fugaz tránsito en la tierra y
le alentaría en su martirio. Casi toda su infancia y juventud discurrió en
Úbeda y Baeza, localidades prósperas por la cercanía del ferrocarril.
Asentados en
Rus veían que los ingresos no les permitían costear las necesidades de tan
larga prole, y comenzaron a regentar un establecimiento de comestibles en el
que trabajó José María durante unos años. Los vecinos que iban a proveerse de
lo preciso supieron pronto que era un muchacho muy especial. En su hogar
aprendió a compartir con los demás aquello que la vida otorga, como lo vienen
haciendo los componentes de las familias numerosas. Y sensible a la penuria de
las personas que malvivían, ni siquiera fiaba, sino que solía dar lo que
precisaban aún sabiendo que no tendrían medios para pagarlo. Evidentemente, con
ese espíritu el negocio no podía prosperar, sino que iba a llevar a los suyos a
la ruina, y sus padres le enviaron a Úbeda para que se emplease en una fábrica
de orujo.
Mientras
esperaba incorporarse a este empleo, los olivares, santo y seña de esas
tierras, le proporcionaron el pan a él y a una de sus hermanas. De sol a sol se
afanaron en conseguir dignamente un modesto sueldo con el que iban a contribuir
a la escueta economía familiar. Su hermana recolectaba la aceituna y él
acarreaba las caballerías. Con el gozo de poder ayudar a sus seres queridos,
las inclemencias meteorológicas y las penalidades del día a día quedaban
suavizadas. En sus venas latía la fe y confianza en la divina Providencia que
habían heredado de sus padres.
Finalizando
1935 los dos hermanos concluyeron esta labor y José María entró en la fábrica.
Para facilitar sus desplazamientos, alquilaron un piso en Úbeda donde el joven
comenzó a frecuentar la parroquia de san Nicolás de Bari. Allí se afilió a la
Acción Católica que puso en marcha en Rus compartiendo su fe con niños y
jóvenes. Sencillo y humilde proseguía un itinerario espiritual. Era componente
de la Adoración Nocturna que se realizaba en la iglesia de Santa María de
Úbeda. Este camino iba incrementándolo con las pautas de la oración, el rezo
del rosario, la asistencia a misa y la frecuente recepción de la Eucaristía
acompañado por su director espiritual. Efectuaba el apostolado con hijos de sus
compañeros de trabajo, creando una especie de escuela para los que no podían ir
a la pública.
Pero los
enemigos de la Iglesia fueron creciendo y los creyentes estaban en peligro. La
fe de José María era fácil de vislumbrar; nunca ocultó sus creencias y sus
obras evidenciaban la fortaleza de una persona hondamente convencida de la
verdad evangélica. Por medio de un religioso pudo obtener otro trabajo, pero no
quiso aprovecharse de esta recomendación que podía dejar en la estacada a otras
personas. Sus compañeros, imbuidos del ambiente anticlerical, comenzaban a
darle la espalda. Relegaron al olvido el bien que hacía entre ellos y sus
familias. Se mofaban de él buscando herirle en lo que más le dolía: su amor a
Cristo. Cobardemente agazapados, esperaban que pisara las cruces que habían
puesto encima del orujo. El joven no claudicó: «prefiero la muerte a ver la
Cruz por el suelo».
Como no
secundaba posturas radicales dentro de la fábrica, incompatibles con la visión
que le proporcionaba su fe, perdió su trabajo. Iba siendo consciente de que ese
podría ser el primer paso que le conduciría a la muerte. Era valiente, pero no
temerario: «Vendrán a
buscarme, pero yo ciertamente no tengo intención de buscar la muerte, y me
llevarán al lugar al que debo ir para testimoniar; allí, a pesar de lo que me
pidan, no diré una palabra contra nadie ni contra nada; puedes estar tranquila.
Después me atarán y me llevarán al lugar destinado», confió a su
hermana.
Lo fueron
cercando como a una presa de caza. Iban tratando de asfixiarle haciendo guardia
delante de su domicilio para terminar con su vida en cuanto pisara la calle.
Pudo haber huido, pero no quiso hacerlo. Confiaba tanto en la divina
Providencia que sabía que si se alejaba de allí para conservar su vida, podría
estar dando la espalda a la voluntad de Dios. Hecho un mar de fe y confianza
aguardó sereno, plenamente consciente de lo que iba a recaer sobre él, como
dijo a su preocupada hermana: «Desde luego que la vida así es
triste, han matado a tantos que conocía y quería. Pero a mí cómo no me va a
gustar vivir. Es lástima que me maten a los veintiún años […]. Por otro lado,
¡qué dicha perder la vida por salvar el Alma! Todos hemos de morir, pero de
esta forma es seguro que se salva el Alma…». Le guiaba esta
esperanza cierta: «En el cielo me uniré a los que
me esperan y, desde allí, pediremos y lograremos el triunfo de la fe en
España».
Lo detuvieron
como hicieron con su padre y la mayoría de sus hermanos. Le arrancaron de su
casa el 3 de octubre de 1936; él había vaticinado que se produciría su arresto
exactamente en esa fecha y también dónde le conducirían; las tapias del
cementerio. Así fue. Casi sin dilación, allí lo llevaron, poniéndole bajo los
fusiles. De forma jubilosa recibió los primeros disparos que inicialmente no lo
mataron, exclamando: «¡Viva Cristo Rey»;
así exhaló su último aliento este inocente mártir que el único «mal» que hizo fue
derrochar el amor mismo que recibió de Cristo.
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