Jesús no
excluye a nadie. A todos anuncia la buena noticia de Dios, pero esta noticia no
puede ser escuchada por todos de la misma manera. Todos pueden entrar en su
reino, pero no todos de la misma manera, pues la misericordia de Dios está
urgiendo antes que nada a que se haga justicia a los más pobres y humillados.
Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven explotados, mientras
se convierte en amenaza para los causantes de esa explotación.
Jesús declara
de manera rotunda que el reino de Dios es para los pobres. Tiene ante sus ojos
a aquella gente que viven humilladas en sus aldeas, sin poder defenderse de los
poderosos terratenientes; conoce bien el hambre de aquellos niños desnutridos;
ha visto llorar de rabia e impotencia a aquellos campesinos cuando los
recaudadores se llevan hacia Séforis o Tiberíades lo mejor de sus cosechas. Son
ellos los que necesitan escuchar antes que nadie la noticia del reino:
«Dichosos los que no tenéis nada, porque es vuestro el reino de Dios; dichosos
los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados; dichosos los que ahora
lloráis, porque reiréis». Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa
situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes
propietarios de aquellas tierras, sino porque Dios está ya viniendo para
suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer aflorar la sonrisa en sus
labios. Él se alegra ya desde ahora con ellos. No les invita a la resignación,
sino a la esperanza. No quiere que se hagan falsas ilusiones, sino que
recuperen su dignidad. Todos tienen que saber que Dios es el defensor de los
pobres. Ellos son sus preferidos. Si su reinado es acogido, todo cambiará para
bien de los últimos. Esta es la fe de Jesús, su pasión y su lucha.
Jesús no habla
de la «pobreza» en abstracto, sino de aquellos pobres con los que él trata
mientras recorre las aldeas. Familias que sobreviven malamente, gentes que
luchan por no perder sus tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y
la enfermedad, prostitutas y mendigos despreciados por todos, enfermos y
endemoniados a los que se les niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados
por la sociedad y la religión. Aldeas enteras que viven bajo la opresión de las
élites urbanas, sufriendo el desprecio y la humillación. Hombres y mujeres sin
posibilidades de un futuro mejor. ¿Por qué el reino de Dios va a constituir una
buena noticia para estos pobres? ¿Por qué van a ser ellos los privilegiados?
¿Es que Dios no es neutral? ¿Es que no ama a todos por igual? Si Jesús hubiera
dicho que el reino de Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera
tenido su lógica y todos le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de
los pobres, sin tener en cuenta su comportamiento moral, resulta escandaloso.
¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado
dentro del reino de Dios?
Jesús nunca
alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades. Probablemente aquellos
campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos
abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión
alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son
buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente. Si Dios se pone de
su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre
misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los
que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús:
¡Dios defiende a los que nadie defiende!
Esta fe de
Jesús se arraigaba en una larga tradición. Lo que el pueblo de Israel esperaba
siempre de sus reyes era que supieran defender a los pobres y desvalidos. Un
buen rey se debe preocupar de su protección, no porque sean mejores ciudadanos
que los demás, sino simplemente porque necesitan ser protegidos. La justicia
del rey no consiste en ser «imparcial» con todos, sino en hacer justicia a
favor de los que son oprimidos injustamente. Lo dice con claridad un salmo que
presentaba el ideal de un buen rey: «Defenderá a los humildes del pueblo,
salvará a la gente pobre y aplastará al opresor... Librará al pobre que
suplica, al desdichado y al que nadie ampara. Se apiadará del débil y del
pobre. Salvará la vida de los pobres, la rescatará de la opresión y la
violencia. Su sangre será preciosa ante sus ojos».
La conclusión
de Jesús es clara. Si algún rey sabe hacer justicia a los pobres, ese es Dios,
el «amante de la justicia». No se deja engañar por el culto que se le ofrece en
el templo. De nada sirven los sacrificios, los ayunos y las peregrinaciones a
Jerusalén. Para Dios, lo primero es hacer justicia a los pobres. Probablemente
Jesús recitó más de una vez un salmo que proclama así a Dios: «Él hace justicia
a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los condenados... el Señor
protege al inmigrante, sostiene a la viuda y al huérfano». Si hubiera conocido
esta bella oración del libro de Judit, habría gozado: «Tú eres el Dios de los
humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los
desvalidos, salvador de los desesperados». Así experimenta también Jesús a
Dios.
Quienes
vivimos en los pueblos poderosos del Primer Mundo tendemos a considerar nuestra
cultura occidental moderna como la verdadera cultura. Nos sentimos con derecho
a juzgar, discriminar y excluir cultural, social y económicamente a los pueblos
de cultura diferente. Nosotros somos «el centro del mundo». Miramos la tierra
pensando sólo en nuestro propio desarrollo. Los demás tienen que girar en torno
a nuestros intereses.
La lucha
contra la pobreza y el hambre en la tierra sólo es posible desde una nueva
conciencia de los derechos de los países pobres. Mientras nuestros pueblos sólo
piensen en tener más y poder más, no habrá verdadera solidaridad.
La parábola
del rico que ‘banqueteaba espléndidamente cada día’ y del mendigo Lázaro a
quien no se le daba ni lo que se tiraba de la mesa, es una grave advertencia.
Los cristianos
traicionamos nuestra fe en Dios Padre de todos los hombres cuando no luchamos
porque se supere ese distanciamiento injusto e insolidario entre los pueblos. JAP
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