—Es natural que, a veces, haya una inicial
resistencia por parte de los padres. El hijo debe convencerlos con la madurez
de su comportamiento y con la perseverancia en su determinación.
Es verdad que
los padres pueden necesitar un poco de tiempo para asimilar la vocación de sus
hijos. Pero la madurez y la rectitud en el comportamiento deben estar presentes
por parte de todos.
Así sucedió,
por ejemplo, con San Francisco de Sales. Había decidido entregarse a Dios, pero
su padre, Francisco de Boisy, le tenía preparado un magnífico partido: una
joven llamada Francisca Suchet de Vegy, hija del consejero del Duque de Saboya.
Al pequeño Francisco le costaba mucho contrariar a su padre, pero un día del
año 1593 finalmente le hizo saber sus propósitos y estalló la tormenta: “Pero
¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?”, gritaba su padre. “¡Una elección
de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!”, tronaba furioso.
Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y
otra. De vez en cuando, su madre intentaba ayudarle, sin que se notara que
estaba de su parte, y sugería tímidamente: “Ay, será mejor permitirle a este
hijo que siga la voz de Dios...”. Finalmente, el Señor de Sales, después de un
tiempo, cedió: “Pues adelante, hijo mío, haz por Dios lo que dices que Él te
inspira. Yo, en su nombre, te bendigo”. Y a continuación se encerró en su
despacho para que nadie viera las lágrimas que derramaba por el sacrificio que
Dios le había pedido.
No todos los
padres que ponen dificultades tienen ese carácter ardoroso y rompedor. Los
señores Bertrán, una de las mejores familias de Valencia, no querían en
absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Solo querían “orientarla”.
Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se
quedaron desconcertados cuando un día les dijo que tenía unos planes diferentes
a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios como fraile
dominico. ¡Qué locura! No tenía salud suficiente, no sabía lo que hacía.
Y empezaron su
batalla. Aceptaban que se fuera, pero ahora no. Quizá en un futuro. No pasaba
nada por esperar. Debía comprenderlo, su postura era razonable. Pero el joven
Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido en el caso de elegir una
mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó
con la libertad que sus padres decididamente le negaban. Así que, un buen día
del año 1544, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a
casa. Tenía dieciocho años. Y estalló el escándalo familiar, una pequeña
tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo,
en algunos de los hogares en que una persona decide dejarlo todo por Dios. Ni
lo podían ni lo querían entender. Si hubieran vivido en nuestra época, habrían
dicho que a su hijo “le habían comido el coco”.
Afortunadamente,
la historia acabó como la gran mayoría de estas pequeñas tragedias familiares:
con la aceptación de la vocación por parte de sus padres, que finalmente
comprendieron que Dios quería ese camino para su hijo, que acabó siendo un gran
santo de la Iglesia, San Luis Bertrán. Aquel hijo suyo, por cuya salud se
preocupaban tanto, evangelizó durante años las regiones selváticas más
difíciles, aprendió a hablar en los idiomas de los indígenas y convirtió miles
de indios desde Panamá hasta el Golfo de Urabá. Aseguran las crónicas que
bautizó a más de quince mil, que hizo numerosos milagros y que sirvió
eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Cuando su padre estaba en el lecho de
muerte, sus últimas palabras fueron: “Hijo mío, una de las cosas que en esta
vida me han dado más pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es
que lo seas”.
San Bernardo
de Claraval consuela, en una de sus cartas, a los padres de un joven del siglo
XII, Godofredo, que había decidido entregarse a Dios en Claraval, y les dice: “Si
a vuestro hijo, Dios se lo hace suyo, ¿qué perdéis vosotros en ello y qué
pierde él mismo? Si le amáis, habéis de alegraros de que vaya al Padre, y a tal
Padre. Cierto, se va a Dios; mas no por eso creáis perderlo; antes bien, por él
adquirís muchos otros hijos. Cuantos estamos aquí en Claraval, y cuántos somos
de Claraval, al recibirle a él como hermano, os tomamos a vosotros como padres.
Pero quizá teméis que le perjudique el rigor de nuestra vida. Confiad,
consolaos: yo le serviré de padre y le tendré por hijo, hasta que de mis manos
lo reciba el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación”.
En el siglo
XIX, Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes, escribe una carta al padre de
una amiga suya, M. Mouret, que no entiende la vocación de su hija. Bernadette
le pide que la deje ir con ella: “Sea generoso con Dios -le dice-, que Él nunca
se deja vencer en generosidad. Algún día estará usted contento de haberle dado
su hija, a quien no puede dejar en mejores manos que las del Señor. Quizá haría
usted grandes sacrificios para confiarla a un hombre al que apenas conoce y que
puede hacerla desgraciada, y, no obstante, ¿quiere negarla al que es el rey del
cielo y de la tierra? ¡Oh, no, señor! Tiene usted muy buenos sentimientos para
obrar de esa manera. En cambio, yo creo que debe dar gracias a Dios por el
beneficio que le concede...”.
Por aquella
misma época, un joven ecuatoriano llamado Miguel Febres desea ingresar en el
noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Le encanta la enseñanza y
desea dedicar a ella su vida. Sus padres se oponen frontalmente, pues ellos
pertenecen a la alta sociedad y, en cambio, aquellos religiosos viven muy
austeramente y se dedican a la educación de niños pobres. Para disuadirle, lo
envían a otro instituto, pero allí enferma y tiene que volver a casa.
Finalmente, cuando el chico tiene catorce años, en 1868, su madre accede a que
sea religioso. Su padre cede inicialmente, pero no deja de presionar para que
abandone ese camino y no escribe a su hijo ni una sola línea en cinco años.
Aquel chico pronto destaca como un profesor muy querido y valorado. Posee una
gran cultura, domina cinco idiomas y escribe numerosos textos escolares que
pronto se difunden por todo el país. Demuestra una enorme capacidad de querer y
de hacerse querer, adquiere una gran confianza con sus alumnos y logra
sorprendentes mejoras en las personas. Cuando muere, en 1910, su fama de
santidad se extiende por numerosos países de Europa y América. Sin su
constancia para superar la oposición familiar inicial, no tendríamos hoy a San
Miguel Febres, que la Iglesia propone como modelo de hombre culto, pero
sencillo y humilde, totalmente entregado a la obra de la evangelización a
través de la enseñanza.
Son
testimonios diversos que confirman el gozo de tantos padres que inicialmente se
opusieron tenazmente a la vocación de sus hijos, pero que, al final,
comprendieron su decisión. Además, el gozo de los padres que han sido generosos
con la vocación de sus hijos no acabará aquí en la tierra, pues será aún mayor
en la otra vida, cuando contemplen, con toda su grandeza, el influjo espiritual
de la vida de sus hijos en miles y miles de almas.
Podemos
imaginar el gozo de Luis Martín, al ver desde el Cielo los grandes frutos que
ha supuesto la entrega de su hija Santa Teresa de Lisieux. O la alegría de la
madre de San Juan Bosco al contemplar el crecimiento de aquel hogar espiritual
que nació gracias a su esfuerzo. O la satisfacción de Juan Bautista Sarto al
comprobar cómo él, un pobre alguacil, contribuyó sin saberlo a enriquecer la
Iglesia contemporánea con la aportación de San Pío X.
También
podemos imaginarnos a Teodora Theate, a Monna Lapa, a Juan Luis Bertrán, a Ferrante
Gonzaga, a la madre de Juan Crisóstomo, a Pietro Bernardone y a tantos y tantos
otros. También ellos gozarán al ver las maravillas que ha hecho Dios por medio
de sus hijos. Y darán gracias porque, pese a sus lamentos, sus amenazas o sus
‘pruebas’, sus hijos no les hicieron demasiado caso. Si hubieran llegado a
hacerlo, la Iglesia y la humanidad no contarían ni con Santo Tomás de Aquino,
ni con Santa Catalina de Siena, ni con San Luis Bertrán, ni con San Luis
Gonzaga, ni con San Juan Crisóstomo, ni con San Francisco de Asís. La Iglesia
habría sufrido enormes pérdidas, en el ámbito de la teología, del papado, de la
evangelización, de la espiritualidad, de la doctrina.
Gracias a
Dios, sus hijos fueron fieles a su vocación, y las palabras de Jesús adolescente
en el Templo resonaron con fuerza en sus oídos: “¿No sabíais que yo debo
ocuparme en las cosas de mi Padre?”. Con esas palabras, Jesús Niño quiso dejar
su propio testimonio para dar fortaleza a quienes debían seguirle en el futuro.
Y dejó también una referencia para los padres, pues María y José no
protestaron, sino que supieron buscar, aun en lo inicialmente incomprensible y
doloroso, la voluntad de Dios.
“En este
episodio evangélico -comenta Benedicto XVI- se revela la más auténtica y
profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en
el camino del descubrimiento de Dios y del proyecto que Él ha dispuesto para
ellos. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo. En sus padres,
Jesús conoció toda la belleza de la fe, del amor por Dios y por su Ley, así
como las exigencias de la justicia, que halla pleno cumplimiento en el amor. De
ellos aprendió que en primer lugar hay que hacer la voluntad de Dios, y que el
vínculo espiritual vale más que el de la sangre. La Sagrada Familia de Nazaret
es verdaderamente el prototipo de cada familia cristiana, que está llamada a
llevar a cabo la estupenda vocación y misión de ser célula viva no solo de la
sociedad, sino de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género
humano”.
Porque no
siempre las cosas de Dios son fáciles de entender. Dice el Evangelio que María
guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón. Y a la Virgen no le
faltaba inteligencia, ni buena disposición, ni cercanía a Dios. Pero recibía
contestaciones que le resultaban un tanto misteriosas, no fácilmente
comprensibles, y que, sin embargo, aceptaba y meditaba en su corazón. “María y
José -explicaba Juan Pablo II- le habían buscado con angustia, y en aquel
momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio. (...) ¡Qué dolor tan
profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores
semejantes! A veces, porque no entienden que un hijo joven siga la llamada de
Dios; (...) una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de
sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios
por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres
y para los hijos”.
Para quienes
están en el proceso de discernimiento de su propia vocación, o para sus padres,
meditar la vida de la Virgen siempre resultará enriquecedor. Todos obtendremos
nueva luz si ponderamos en nuestro corazón esas escenas, contemplando, por
ejemplo, el momento del Nacimiento, con su esperanza alegre y su calor humano;
o la huida a Egipto, en los momentos duros de la fe o de la vocación; o su vida
en Nazaret, para que lo cotidiano de nuestra vida no se tiña de rutina mala. La
Virgen es siempre un modelo de la disposición con que debemos escuchar a Dios,
de confianza para preguntar lo que no entendemos, de generosidad y de
diligencia en la respuesta, de humildad, de perseverancia en las horas
difíciles, de fidelidad a la misión recibida. AA
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