Se cuenta
que en una ocasión Cristóbal Colón fue invitado a un banquete donde se le había
asignado, como es natural, un puesto de honor.
Uno de
los invitados era un cortesano que se sentía muy celoso con el gran
descubridor. En cuanto tuvo ocasión, se dirigió hacia él y le preguntó de forma
un tanto altiva:
—Si usted
no hubiera descubierto América, ¿acaso no hay otros hombres en España que
habrían podido hacerlo?
Colón
prefirió no responder directamente a aquel hombre. Le propuso un juego de
ingenio. Se levantó, tomó un huevo de gallina fresco e invitó a todos los
presentes a que intentaran colocarlo de forma que se mantuviera en pie sobre
uno de sus extremos.
La ocurrencia
tuvo bastante aceptación. Casi todos los presentes entraron al reto de aquel
juego y lo intentaron uno tras otro, con mayor o menor convicción, ante la
atenta mirada de los demás. Pero pasaba el tiempo y ninguno lograba encontrar
el modo de que aquel maldito huevo guardara el equilibrio.
Finalmente,
Colón se levantó de nuevo, con aire solemne, se acercó, tomó el huevo y lo
golpeó ligeramente contra la superficie de la mesa hasta que se hundió un poco
la cáscara de uno de los extremos. Gracias a ese pequeño achatamiento, se
mantenía perfectamente en posición vertical.
—¡Claro,
de esa manera cualquiera puede hacerlo! —objetó, algo alterado, el cortesano.
—Sí,
cualquiera. Pero ‘cualquiera’ al que se le hubiera ocurrido hacerlo.
Y añadió:
—Una vez
que yo mostré el camino al Nuevo Mundo, ‘cualquiera’ puede seguirlo. Pero
‘alguien’ tuvo antes que tener la idea. Y ‘alguien’ tuvo después que decidirse
a llevarla a la práctica.
Esta vieja y
conocida anécdota ha traspasado los siglos y llevado a acuñar la expresión de
‘el huevo de Colón’, para referirse a esas soluciones en apariencia muy
sencillas, sí, pero... ‘alguien’ tenía que haber pensado en ellas, y ‘alguien’
después tenía que haberse lanzado a hacerlas.
Muchas
transformaciones importantes, tanto en las personas como en las instituciones,
los conocimientos científicos, o en el mundo del pensamiento, o en la sociedad
en general, tienen su origen en sencillos descubrimientos a los que ‘alguien’
ha sabido sacar partido. Alguien que supo sacar partido a lo obvio, a esas
verdades a las que todos tenemos acceso.
Algo parecido
sucedió —saltamos hacia delante unos siglos— el día en que millones de personas
vieron saltar a Fosbury. Sorprendió a todos con una técnica de pasmosa novedad.
Los saltos de altura siempre se habían hecho volteándose de cara al listón. Sin
embargo, en aquella ocasión Fosbury saltó de espaldas. Se trataba de algo tan
extraordinariamente eficaz que en poco tiempo la anterior técnica desapareció
por completo. Aquel cambio revolucionario se produjo gracias a un
descubrimiento nuevo, gracias al desarrollo de algo que, a pesar de parecer tan
sencillo y eficaz, a nadie se le había ocurrido antes.
En la vida de
cualquier persona, o de cualquier institución, o de cualquier sociedad, resulta
decisivo estar abierto a esos grandes descubrimientos. Ser sensibles ante la
fuerza de lo obvio, ante eso que quizá es tan sencillo que parece no merecer
atención. Aprender a sacar más partido al sentido común, a esos razonamientos
sencillos —no simples, ni ligeros, ni triviales— que hacen vislumbrar ideas
importantes de modo contundente y claro.
Por ejemplo,
cualquier propósito de mejora personal debe buscar liberar el tremendo
potencial que encierra el hecho sencillo de enfrentarse valiente y serenamente
a la verdad. A esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando
no nos resistimos a verla. Porque, como ha escrito Lloyd Alexander, por boca de
uno de los personajes de Crónicas de Prydain, “una vez que tienes el valor de
mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su
verdadero nombre, carece de poder sobre ti y puedes destruirlo”.
Las verdades
más grandes pueden a veces parecer tópicos o generalidades. Pero eso suele
suceder sólo cuando uno se limita a hablar de ellas, no cuando además las
escoge como fundamento para el vivir. AA
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