La defensa del
ambiente es una exigencia casi universal. Ante la contaminación del aire o de
los ríos, ante la desaparición de especies de animales y plantas, ante las
amenazas de cambios climáticos ocasionados por el hombre, hace falta una movilización
general para conseguir un mundo más sano, más respetado, más hermoso.
Pero existe en
no pocos ecologismos un grave peligro: la falta de fundamentos, o, peor aún, el
aceptar fundamentos erróneos e inhumanos.
Un ecologismo
carece de fundamentos, por ejemplo, si se basa simplemente en el gusto de
algunas élites o de las masas. Defender a las ballenas o a las focas, a las
tortugas o a los tigres, a las mariposas monarca o a los papagallos, puede ser
señal de un cariño hacia animales, basado simplemente en eso: nos gusta tener,
en el presente, y garantizar para el futuro, la compañía de algunos seres vivos
que embellecen nuestro planeta. Nos gusta... y nada más, como si el gusto fuese
suficiente.
El gusto, sin
embargo, cambia con los hombres y con los tiempos. Hace siglos el lobo era
visto con desprecio, mientras hoy podemos encontrar a ecologistas dispuestos a
grandes sacrificios por defender la vida de este inquieto animal. Hace falta,
por lo mismo, encontrar motivos profundos de nuestras opciones, una causa que justifique
seriamente la acción en favor de la biodiversidad de nuestros continentes y de
nuestros mares.
En la búsqueda
de un fundamento más serio, más verdadero, descubrimos una corriente no siempre
bien percibida que desea defender la vida, cualquier vida, por considerar al
planeta tierra como si fuese una especie de macroestructura con derechos tan
fuertes que a esos derechos deberían someterse también los seres humanos. En
esta visión, que puede llegar a extremos de tipo panteísta o, incluso, antihumanista,
no han faltado voces que consideran a la especie humana como uno de los
animales más peligrosos, incluso más despreciables, que haya existido jamás y
que merecería, por lo mismo, ser controlado y reducido drásticamente.
Es triste
haber escuchado en un pasado no muy lejano, por ejemplo, que el virus del sida
no es un problema, sino una solución, por ayudar al ecosistema tierra a
eliminar un numeroso ‘excedente’ de seres humanos...
Este tipo de
visiones necesitan ser superadas con una reflexión más profunda: ¿por qué es un
bien conservar ciertos equilibrios ecológicos y defender la riqueza de la vida
terráquea? Una primera respuesta consiste precisamente en evidenciar la
centralidad que el hombre ocupa en el proceso evolutivo, y en su papel de ‘responsable’
del mundo en el que desarrolla la propia existencia.
La especie
humana, gracias a su racionalidad, ha elaborado visiones éticas que le permiten
no sólo distinguir entre lo bueno y lo malo, sino también orientar las propias
decisiones hacia la búsqueda del bien. Esas visiones éticas suponen aceptar que
el hombre es un ser especial, dotado de inteligencia y de voluntad, y, por lo
tanto, responsable de todas y cada una de sus decisiones.
Esta
responsabilidad nos distingue radicalmente de los animales. Nadie, al menos por
ahora, llevaría a la cárcel a un león por eliminar al cachorro de un herbívoro
en peligro de extinción. Pero sí aceptamos la condena a la cárcel de aquellos
cazadores furtivos que disfrutan al matar animales ‘preciosos’ y protegidos por
leyes nacionales o internacionales.
La
superioridad del hombre se convierte, por lo tanto, en un presupuesto básico de
cualquier sana visión sobre la ecología. A su lado, surge otro presupuesto: el
hombre superior, por su condición ética, debe abrirse a la responsabilidad no
sólo respecto de los demás seres humanos, sino también frente al patrimonio
biológico y ambiental de nuestro planeta. Pero siempre en una sana jerarquía:
lo primero es la defensa de los derechos inherentes a todo ser humano, desde su
concepción hasta su muerte. Lo segundo, la salvaguardia, en función
precisamente de la defensa del hombre, del ambiente.
Lo explicaba
bellamente Juan Pablo II en la encíclica ‘Centesimus annus’ (1991). El Papa
señalaba: “Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y
estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por
el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera
excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de
la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por
desgracia muy difundido en nuestro en nuestro tiempo”.
Pero en
seguida añadía: “Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay
que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se
está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos
justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «hábitat»
naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos
damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al
equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica «ecología humana»”.
La ecología
necesita una buena sanación, hacerse más humana. Desde una base antropológica
bien fundada será capaz de servir, realmente, al bien de la humanidad a través
de la búsqueda de la defensa del ambiente y de la biodiversidad. Luego será
posible ir todavía más a fondo y reconocer, según una visión propia de la
espiritualidad cristiana, que detrás de los hombres y de los vivientes se
esconde un maravilloso designio de Amor, un querer de Dios que nos ha ofrecido,
para esta breve etapa temporal, un mundo frágil y bello.
Nos toca
administrarlo con prudencia y justicia, nos toca conservarlo para las
generaciones futuras con un corazón justo, deseoso de condividir experiencias
estupendas que podemos compartir con los animales y plantas que nos acompañan
en nuestro breve y hermoso peregrinar terreno. FP
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