Jesús se sentó
frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del
Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos
moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos,
les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los
que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba,
ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo
que tenía para vivir».
«Llegó también una viuda pobre y
echó dos moneditas»
Comentario:
Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
Hoy, como en tiempo de Jesús, los devotos —y
todavía más los ‘profesionales’ de la religión— podemos sufrir la tentación de
una especie de hipocresía espiritual, manifestada en actitudes vanidosas,
justificadas por el hecho de sentirnos mejores que el resto: por alguna cosa
somos los creyentes, practicantes... ¡los puros! Por lo menos, en el fuero
interno de nuestra conciencia, a veces quizá nos sentimos así; sin llegar, sin
embargo, a ‘hacer ver que rezamos’ y, menos aún a ‘devorar los bienes de nadie’.
En contraste evidente con los maestros de la ley,
el Evangelio nos presenta el gesto sencillo, insignificante, de una mujer viuda
que suscitó la admiración de Jesús: «Llegó también una viuda pobre y echó dos
moneditas» (Mc 12,42). El valor del
donativo era casi nulo, pero la decisión de aquella mujer era admirable,
heroica: dio todo lo que tenía para vivir.
En este gesto, Dios y los demás pasaban delante
de ella y de sus propias necesidades. Ella permanecía totalmente en las manos
de la Providencia. No le quedaba ninguna otra cosa a la que agarrarse porque,
voluntariamente, lo había puesto todo al servicio de Dios y de la atención de
los pobres. Jesús —que lo vio— valoró el olvido de sí misma, y el deseo de
glorificar a Dios y de socorrer a los pobres, como el donativo más importante
de todos los que se habían hecho —quizá ostentosamente— en el mismo lugar.
Todo lo cual indica que la opción fundamental y
salvífica tiene lugar en el núcleo de la propia conciencia, cuando decidimos
abrirnos a Dios y vivir a disposición del prójimo; el valor de la elección no
viene dado por la cualidad o cantidad de la obra hecha, sino por la pureza de
la intención y la generosidad del amor.
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