El deseo
de reformas surge porque constatamos males, porque sentimos un anhelo de
justicia, porque deseamos cambios hacia lo mejor. Ello vale para tantos ámbitos
humanos, y también vale para la Iglesia católica.
A veces
los deseos de reforma están afectados por enfermedades más o menos graves. Por
ejemplo, cuando la búsqueda de reforma surge simplemente por snobismo. O cuando
no hay ideas claras sobre los males que necesitan remedio. O cuando las metas a
alcanzar incluyen defectos o males, de modo que se llega en ocasiones a
proponer cambios hacia lo peor.
Por eso,
promover reformas tiene sentido solo desde la verdad y hacia la verdad, con
ayuda de la prudencia y apoyados por buenos consejeros, de forma que se
alcancen mejoras que valgan la pena.
Además,
un sano deseo de reforma evita tópicos más propios de la mala política que de
reflexiones maduras. Por ejemplo, un reformista bueno no dirá: “nunca volverá a
ocurrir”; “estamos ante un proceso irreversible”; “los cambios se imponen por
sí mismos sin dejar margen a retrocesos”.
Porque un
reformista bueno sabe que los males pueden repetirse, que existen pasos hacia
atrás, que en el pasado también hay cosas buenas que conviene conservar o
rescatar, que nada es irreversible en el devenir humano.
Al mismo
tiempo, el reformista bueno escucha, acoge, piensa con otros. Habrá opiniones
diferentes, pero serán recibidas con una escucha fecunda, con un deseo de
percibir lo que cada uno pueda ofrecer válidamente. Ante la diversidad de
pareceres, evitará el daño de etiquetas (“conservador”, “progresista”) que
muchas veces impiden fijarse en las ideas al descalificar o ensalzar a quienes
las proponen.
En el
camino hacia las necesarias reformas en el mundo y en la Iglesia, la verdad
será siempre un parámetro irrenunciable. Una verdad que, unida al amor, abre
los corazones hacia Dios y hacia los demás, y permite identificar para luego
aplicar mejoras que, esperamos, sirvan para todos. FP
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