Jesús
se encuentra discutiendo con un grupo de judíos. En un determinado momento hace
una afirmación de gran importancia: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el
Padre». Y más adelante continúa: «El que escucha lo que dice el Padre y aprende
viene a mí».
La
incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en que
empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va
quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en algún lugar olvidado
de nuestra vida. Es fácil entonces vivir ignorando a Dios.
Incluso
los que nos decimos creyentes estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios.
No es que Dios no hable en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido
y autosuficiencia, no sabemos ya percibir su presencia callada en nosotros.
Quizá
sea esta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón.
Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa.
Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos
responsable.
Sin
embargo, sin Dios en el corazón quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde
venimos ni hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco
importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue
inquieto e inseguro.
Se
nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se despiertan en nosotros
cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces nueva luz. Todo se
empieza a ver de manera más amable y esperanzada.
El
Concilio Vaticano II habla de la «conciencia» como «el núcleo más secreto» del
ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un
espacio interior donde «la voz de Dios resuena en su recinto más íntimo». Bajar
hasta el fondo de esta conciencia, para escuchar los anhelos más nobles del
corazón, es el camino más sencillo para escuchar a Dios. Quien escucha esa voz
interior se sentirá atraído hacia Jesús. JAP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario