“Y recorría
ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Y uno le dijo:
Señor, ¿son pocos los que se salvan?” La pregunta parece
fácil, pero no lo es, pues si dice que Dios es tan bueno que todos se salvan
¿para qué molestarse en vivir una vida exigente de amor y evitar el pecado? si,
en cambio, son poquísimos y nadie prácticamente se salva, ¡vivamos aprovechando
los placeres del momento, olvidados del futuro! Jesús va al centro del problema
y les contestó: “Esforzaos
para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y
no podrán”.
La salvación es un don y una tarea. Sin la gracia de Dios nadie puede
salvarse, pero sin el ejercicio de la propia libertad para el bien, tampoco.
Aquí reside el drama de la existencia humana; saber vivir de acuerdo con una
libertad amante y rechazar la libertad esclava del pecado. Esta es, en resumen,
la lucha para entrar por la puerta angosta, la única que conduce al cielo- “Una vez que
el dueño de la casa haya entrado y cerrado la puerta, os quedaréis fuera y
empezaréis a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os responderá: No
sé de dónde sois. Entonces empezaréis a decir: Hemos comido y hemos bebido
contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois;
apartaos de mí todos los que obráis la iniquidad. Allí será el llanto y el
rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los
profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y
vendrán de Oriente y de Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa
en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán
últimos” (Lc).
La velada alusión a los fariseos y a los escribas queda reforzada por la
apertura del reino a todos los hombres de todos los pueblos. El amor a la
patria de los padres, y la conciencia de ser un pueblo elegido por Dios, no
puede llevar a la exclusión de otros pueblos del Dios, creador y redentor de
todos los hombres, sea cual sea su raza y condición. EC
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