Maximiliano
Kolbe es hijo de unos modestos tejedores que viven en Zdunska Wola, una pequeña
ciudad polaca. Un domingo, cuando el chico tiene doce años, escucha en la
homilía de la Misa que los padres franciscanos abren un nuevo seminario en
Lvov. Aquello hace despertar y madurar su vocación, y al inicio del curso
siguiente, en octubre de 1907, marcha a ese seminario junto con su hermano
Francisco.
Pasa un tiempo
y ambos hermanos entran en una fuerte crisis interior. Maximiliano se convence
y convence a su hermano de que lo mejor es abandonar el seminario y seguir la
carrera militar en aquella ciudad, que es por entonces el centro de la
resistencia polaca. Un día antes de comenzar el noviciado, el 3 de septiembre
de 1910, se disponen a comunicar su decisión al ministro provincial, pero en
ese momento suena la campanilla del recibidor: es María Dabrowka, su madre, que
viene, como otras veces, a visitar a sus hijos. Sin saber nada de todo aquello,
ella les cuenta con gran ilusión que José, el hermano pequeño, también va a
ingresar en la orden franciscana. Y como ella y su marido son terciarios
franciscanos, ahora toda la familia estará presidida por el espíritu de San
Francisco. Aquella visita disipa sus dudas. Al día siguiente, ambos hermanos
reciben el hábito negro conventual. Es entonces cuando adopta el nombre de Fray
Maximiliano María, y emite su profesión simple bajo la Regla de San Francisco
con diecisiete años de edad. Ya no tendrá
más dudas. Tiempo más tarde, en una carta a su madre, recuerda con emoción
aquel memorable episodio, que siempre considerará salvador de su vocación: “La
providencia, en su infinita misericordia, por medio de la Inmaculada, te envió
a nosotros en aquel crítico momento. Han pasado ya nueve años desde aquel día,
y pienso en ello con temor y gratitud hacia la Inmaculada. ¿Qué habría sido de
nosotros, si no nos sostuviese con su mano?”.
En 1912, a la
vista de sus excelentes cualidades intelectuales, es enviado a Roma. Allí
permanece siete años, hasta terminar sus doctorados en Filosofía y en Teología,
y es ordenado sacerdote. Son unos años muy fecundos y decisivos, en los que
funda un movimiento llamado ‘La Milicia de la Inmaculada’. En 1919 vuelve a
Polonia, con veinticinco años y bastante mala salud, aunque con una fuerza
espiritual extraordinaria. No le faltan incomprensiones, calumnias y
obstáculos. En 1922 comienza la publicación de una revista mensual llamada ‘Caballero
de la Inmaculada’, con la que se propone ‘forrar el mundo entero con papel
impreso para devolver a las almas la alegría de vivir’. En 1929 funda en
Niepokalanów, a cuarenta kilómetros de Varsovia, un convento de sacerdotes y
hermanos franciscanos comprometidos a promover la Milicia a través de los
medios de comunicación. Bajo su dirección, Niepokalanów se desarrolla con gran
fuerza y en pocos años llega a albergar novecientos frailes. La tirada de sus
publicaciones supera el millón de revistas mensuales destinadas a los miembros
de la Milicia en todo el mundo. Pero el padre
Kolbe presiente su final y la proximidad del calvario para sus hijos espirituales.
En marzo de 1938 les dice: “Hijos míos, sabed que un conflicto terrible se
avecina. No sabemos cuáles serán las etapas. Pero, para nosotros en Polonia hay
que esperar lo peor. En los primeros tres siglos de historia, la Iglesia fue
perseguida. La sangre de los mártires hacía germinar el cristianismo. Cuando
más tarde la persecución terminó, un Padre de la Iglesia comenzó a lamentar la
mediocridad de los fieles y no vio con malos ojos la vuelta de las
persecuciones. Debemos alegrarnos de lo que va a suceder, porque en las pruebas
nuestro celo se hará más ardiente”.
Tres días
antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, prepara de nuevo sus corazones: Trabajar,
sufrir y morir heroicamente, y no como un burgués en la propia cama. Recibir
una bala en la cabeza para sellar el propio amor a la Inmaculada. Derramar
valientemente la sangre hasta la última gota, para acelerar la conquista de
todo el mundo para Ella. Esto os deseo y me deseo a mí mismo. Nada más sublime
puedo augurarme y auguraros. Jesús mismo lo dijo: “No hay amor más grande que
dar la vida por el propio amigo”. Los nazis
invaden Polonia y, en pocas semanas, toda la nación sufre la humillación de la
derrota. La Luftwaffe alemana bombardea Niepokalanów y, después, las tropas lo
saquean. Destrozan imágenes, queman ornamentos sagrados y requisan la
maquinaria tipográfica. El padre Kolbe, pese al clima de odio al enemigo, no se
deja dominar por el rencor y perdona como Cristo en la Cruz. Un día se
presentan allí los soldados de la Wehrmacht con gritos de “¡Todos fuera! ¡Todos
en marcha!”. Los frailes son reunidos en el patio y cargados en camiones rumbo
a campos de concentración: de Lamsdorf a Amtitz, y de aquí a Ostrzeszow. En
mayo de 1941, el padre Kolbe es conducido a Auschwitz, donde le corresponde
trabajar como peón en el acarreo de materiales para la construcción de un muro.
El 3 de
agosto, un prisionero escapa. Por la tarde, al pasar lista, se descubre la
fuga. El terror hiela los corazones de aquellos hombres. Todos saben la norma
establecida como represalia: por cada evadido, diez de sus compañeros,
escogidos al azar, son condenados a morir de hambre en el bunker de la muerte.
A todos aterroriza el lento martirio del cuerpo, con un frío y un calor
extremos, la tortura del hambre, la agonía de la sed. Al día siguiente,
mientras los otros grupos siguen sus faenas diarias, el suyo queda formado en
la explanada bajo el sol calcinante del verano, sin comer ni beber. Las horas
pasan con enorme lentitud. Cuando se distribuye la comida, todos observan cómo
sus raciones son tiradas de las ollas al desagüe. Al romper filas van a sus
catres sabiendo que, pronto, diez de ellos estarán en el bunker de la muerte.
Ya ha sucedido antes en dos ocasiones.
Al día
siguiente, a las seis de la tarde, el coronel Fritsch, comandante del campo, se
planta de brazos cruzados ante sus víctimas. Hay un silencio de tumba sobre la
inmensa explanada, con dos mil presos formados, sucios y macilentos. “El
fugitivo no ha aparecido. De modo que diez de ustedes serán condenados al
bunker de la muerte. La próxima vez serán veinte”. Los condenados son escogidos
al azar. ¡Este! ¡Aquel!, grita el comandante. El ayudante Palitsch anota los
números de los condenados. Aterrorizado, cada uno de los señalados sale de la
formación, sabiendo que es su final. Entre ellos hay un sargento polaco llamado
Franciszek Gajowniczek, que lanza un grito de dolor: “Dios mío, tengo mujer e
hijos. ¿Quién los va a cuidar?”.
Las palabras
del sargento, sin duda, tocan el corazón de muchos presos, pero en el corazón
del padre Kolbe sucede algo más. Mientras los diez condenados se van quitando
los zapatos, pues deben ir descalzos al lugar del suplicio, de pronto ocurre lo
que nadie podía imaginar. Maximiliano Kolbe sale de su fila, se quita la gorra
y se planta delante del comandante. Señala con la mano hacia Gajownieczek y se
ofrece a morir en su lugar: “Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo.
Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene mujer e hijos”. El comandante,
tras un momento de duda, acepta el cambio.
Después de
ordenar a los presos que se desnuden, los empujan al bunker, del que ya solo
salen cadáveres para el crematorio. Diariamente, los guardias inspeccionan el
bunker y ordenan retirar los cuerpos de los fallecidos. Son días de angustia en
los que aquel sacerdote enfermo de cuarenta y siete años anima a los demás y
reza con ellos. Poco a poco, van muriendo todos. Al final, queda solo él. Como
los guardias necesitan ese lugar para otros presos que están llegando, le ponen
una inyección de ácido fénico y muere. Es el 14 de agosto de 1941.
En 1982 es
canonizado por Juan Pablo II en Roma. En la ceremonia está presente un testigo
excepcional: el anciano Franciszek Gajowniczek, aquel hombre que, cuarenta y un
años antes, había salvado su vida en Auschwitz gracias al nuevo santo.
San Maximiliano
Kolbe venció al mal con el poder del perdón, el amor y la generosidad. Murió
tranquilo, rezando hasta el último momento. Cuenta un testigo, el Doctor
Stemler, que en los campos de exterminio casi no se veían manifestaciones de
amor al prójimo, y era corriente que un preso se peleara con otro por un
mendrugo de pan, pero aquel hombre, en cambio, dio su vida por un desconocido.
Aquello fue la más elocuente y eficaz respuesta al odio y la barbarie impuestos
por la brutalidad nazi. De esa manera, dio un testimonio y un ejemplo de
dignidad en medio de la más terrible adversidad: ‘No hay amor más grande que dar
la vida por el propio amigo’ (Jn 15, 13).
Muchas
personas han sido beneficiadas por el influjo de la vida de este santo. Juan
Pablo II dejó escrito cuál fue la influencia que tuvo en su propia vocación
sacerdotal. La Milicia de la Inmaculada cuenta con más de tres millones de
miembros en casi cincuenta países. Caben muchas preguntas y reflexiones, pero
hay una que quizá puede ayudar a muchos en algún momento de dificultad al
comienzo de su camino: ¿Qué habría sucedido si Maximiliano hubiera abandonado
el seminario cuando atravesó aquella crisis en su vocación? ¿Cómo habría
cambiado la historia de tantas vidas, si su madre no le hubiera impulsado hacia
delante, casi sin saberlo? AA
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