Cristo aparece
en el mundo como un enviado, un mensajero, un anunciador, un profeta. Sabemos
que es mucho más que eso: es el Mesías, el Salvador, Hijo del Padre e Hijo de
la Virgen María.
El Evangelio
nos lo presenta humilde, asequible, cercano. Los pecadores podían estar a su
lado. Las prostitutas y los publicanos se sentían acogidos. Los niños percibían
su bondad auténtica.
Miles de
hombres y mujeres lo vieron, lo escucharon, lo tocaron. Algunos recibieron
milagros: curaciones de ciegos, de sordos, de cojos, de paralíticos, de
moribundos. Incluso resucitó muertos.
Miles de
hombres y mujeres recibieron algo más grande que el milagro físico: la curación
de las almas, el perdón de los pecados, el inicio de una vida nueva gracias a
aquel que venía a traer el Amor del Padre.
Lo que
percibieron sus contemporáneos llega a las generaciones que se suceden, también
hasta nuestros días, gracias a la Iglesia, cuando vive del Evangelio y de la
Eucaristía, cuando se mantiene fiel al Maestro.
Cada ser humano,
esté donde esté, tenga las penas que tenga, puede descubrirlo como el Amigo
sincero, como el Profeta esperado, como el Mesías prometido, como el Salvador
del mundo y de la historia.
De modo
personal, cada uno podemos experimentar cuánto nos ama y cómo nos ofrece un
regalo que supera todas nuestras aspiraciones: la misericordia que perdona los
pecados, la comunicación de una vida superior que nos hace hijos del Padre y
hermanos entre nosotros.
Cristo es el
verdadero Salvador, el que da su sentido pleno a todo lo humano, el que toma de
la mano a cada uno para que pueda escuchar, en lo más íntimo del alma, palabras
que desvelan un amor eterno: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre
los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14). FP
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