¡Oh Dios, mi alma
está sedienta de ti! Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, árida, sin
agua...
Como brama el ciervo
sediento por la fuente de agua, así, Dios mío, clama por ti el alma mía. Porque
mi alma está sedienta del Dios fuerte y vivo. ¿Cuándo llegará el día en que me
presente ante la cara del Dios vivo?...
Mi alma suspira y
sufre ansiando estar en los atrios del Señor...
Y
podríamos citar muchos más.
Esto,
para preguntarnos: ¿Es posible tener hambre y sed y sentirse feliz? Porque
estos mismos salmistas que así se sienten llenos de hambre y de sed, exclaman
felices, como uno de ellos:
Se inundan de
gozo mi alma y mi cuerpo contemplando al Dios vivo. Porque vale más un día sólo
en los atrios de tu templo que mil días fuera de tu casa, mi Dios...
¿Es
posible esto? Sí; porque al mismo tiempo que se tiene hambre y sed, se tiene
qué comer y qué beber. La tragedia sería tener hambre y sed, y no tener nada
que llevarse al paladar. Y al revés, tener delante un banquete espléndido y
sentirse inapetente total, sin ganas de nada.
A
un multimillonario le hicieron esta pregunta: “Usted es feliz del todo, ¿no es
así? Porque lo tiene todo”. La respuesta no pudo ser más triste: “Están ustedes
equivocados. Me falta una cosa que me tiene fastidiado: ¡no tengo HAMBRE!”
Y
otro caso paralelo. El gran industrial alemán, fundador de la fábrica de
cañones que hicieron retemblar a Europa en dos guerras mundiales, vivió sus
últimos años con una dolencia estomacal incurable. Al ver merendar a un obrero,
que comía feliz a dos carrillos, dijo con no disimulada envidia: Daría medio
millón para comer un bocadillo con apetito semejante.
Esto
es una realidad muy cierta. El hambriento es mucho más feliz con un trozo de
pan y un plato de arroz seco devorado con avidez, aunque dentro de un rato
vuelva a tener el hambre de siempre, que el sentado ante la mesa espléndida de
un banquete de gala, pero con falta total de apetito.
Por
eso, nos preguntamos: ¿Estamos satisfechos de la vida?...
Algunos,
sí; la mayoría, no. Porque nos faltan muchas cosas, y quisiéramos tenerlo todo.
Sólo cuando tuviéramos ese todo soñado, sólo entonces así lo pensamos seríamos
felices de verdad. Pero, al pensar así, también nos engañamos todos, los que lo
tienen todo y los que piensan tenerlo algún día. Porque esa hambre de felicidad
es precisamente una señal inequívoca de que aquí no seremos nunca felices del
todo.
Dios
ha metido esa hambre en nuestro ser para hacernos entender que tenemos un
destino eterno, y que sólo un ser eterno e infinito podrá dejarnos enteramente
satisfechos. Es la bienaventuranza que proclama Jesús: ¡Dichosos los pobres, dichosos los que tenéis hambre,
porque un día quedaréis hartos y serán colmados todos vuestros deseos!
Aquel
pastor protestante se convirtió al catolicismo y armó una tremenda revolución
entre los suyos. Al enterarse su padre, le mandó una respuesta terrible: con
una carta le maldecía y le desheredaba de todo bien familiar. Preguntado si en
esta situación era feliz o no, respondió: “¡Oh, si pudiese dar a mi padre una
parte de mi dicha y de mi paz!”
Ninguna
cosa y ningún bien terreno le importaban ya nada, ahora que se sentía lleno de
Dios. Esta ansia de Dios la sentimos todos en particular y la siente el mundo
entero. Ninguna cosa de aquí nos llena plenamente por más que se disfrute. El
apóstol San Pablo nos describe cómo estamos con todas las criaturas suspirando
de lo íntimo del corazón, anhelando la liberación de nuestro cuerpo, para
vernos metidos definitivamente el Dios...
No
sabemos si la psicología se explica el misterio. Pero lo vivimos todos muy
bien: tenemos hambre y sed de Dios, y estamos felices, aunque poseamos a Dios
sólo en las sombras de la fe. El creyente es una persona feliz de verdad. Se
siente metido en Dios y pendiente de su providencia amorosa. Se pone a orar, y
está convencido de que habla con Dios, al que trata con intimidad. Y cuanto más
trata con Dios, más ansias, siente de Dios.
Además,
está seguro de que este mismo trato que ahora tiene con Dios, por intenso y
dichoso que sea, es sólo un anticipo de lo que le espera después. El
convencimiento de la vida eterna que ya se acerca es el colmo de todas sus
ilusiones y de sus esperanzas, que no van a quedar fallidas.
Poseer
el mundo entero, sin tener a Dios, es la mayor desgracia y la pobreza suma.
Tener a Dios, aunque nos falte todo, es la mayor suerte y la riqueza colmada.
Es lo que nos dijo, con versos mil veces repetidos, nuestra incomparable Teresa
de Jesús: Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta... PG
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