Constatamos
casi cotidianamente la existencia y el debate entre opiniones distintas sobre
temas importantes. Ante tal hecho, podemos tomar una actitud de aparente
respeto: sobre temas donde hay muchas opiniones ninguna podría ser considerada
como verdadera. En otras palabras, en esos temas sería necesario admitir el
pluralismo y evitar cualquier actitud de tipo impositivo que lleve a
descalificar a quienes piensan de modo distinto del propio al suponer,
erróneamente, que unos poseen la verdad y los otros están equivocados.
La anterior
actitud supone, sin embargo, que querer imponerse sobre los demás es erróneo.
En otras palabras, condena un punto de vista como malo y admite como bueno el
propio. ¿No sería esto una especie de auto contradicción? Si todos los puntos
de vista tienen el mismo valor, también habría que respetar la opinión de
quienes piensan que no todos los puntos de vista tienen el mismo valor, que hay
quienes están equivocados y que vale la pena ayudarles a dejar el error y a
encontrar la verdad.
En realidad,
el pluralismo de opiniones no es admisible de modo indiscriminado para
cualquier tema. Ningún estado tolera, por ejemplo, la difusión de opiniones
racistas. Quienes defienden ideas que implican desprecio y discriminación hacia
las personas por motivos raciales deben recibir advertencias e incluso castigos
justos, y pierden, en muchos estados, cualquier ‘derecho’ a exponer su modo de
pensar.
Algo parecido
ocurre en el campo de los impuestos. Miles, quizá millones de personas, opinan
que este impuesto y este otro son excesivos y que no ‘deberían’ pagarlos. Pero
esa opinión, a la que se suele dejar espacio para el debate público, no puede
luego llevarse a la práctica: quien no paga (es decir, quien vive de acuerdo
con su opinión) será castigado, a veces con penas severas.
Estos dos
ejemplos muestran, por lo tanto, que no todas las opiniones pueden ser
ofrecidas en el plano público como si fuesen igualmente válidas. Hay opiniones
que promueven actitudes peligrosas e injustas (las opiniones de los racistas),
y otras opiniones que pueden llevar a comportamientos delictivos (como cuando
uno no paga un impuesto justo simplemente porque no desea pagarlo).
Si ampliamos
los horizontes, temas como el aborto o la selección de embriones en la
fecundación in vitro, ¿son plenamente discutibles? ¿Valen lo mismo las
opiniones de quien dice sí al aborto libre y de quien dice que el aborto es un
acto gravemente injusto?
Nos damos
cuenta de que dejar espacio libre a opiniones contrarias a la justicia puede
llevar a comportamientos que dañan directamente derechos básicos de los seres
humanos, lo cual, en un auténtico estado de derecho, no puede ser permitido de
modo alguno.
Llevemos lo
anterior al tema del aborto. Llegar a decir que el aborto es un acto sin mayor
relevancia y que sólo pertenece al ámbito de las opiniones personales implica
un grave error de perspectiva, porque en cada aborto una mujer permite y pide
(a veces bajo presiones muy fuertes de otras personas) que su hijo sea
eliminado.
El aborto, por
lo tanto, es un acto injusto. La defensa del aborto no puede encontrar espacio
en sociedades que sepan reconocer la dignidad de los hijos antes de nacer.
Al revés,
defender la vida de los hijos, antes y después de su nacimiento, y fomentar una
asistencia oportuna y solidaria a todas las madres en dificultad, son no sólo
opiniones que valdrían lo mismo que cualquier otra, sino el camino más justo
para construir sociedades que respeten en sus derechos fundamentales a todos,
también a los hijos antes de ese maravilloso día del nacimiento. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario