Un
gobernante tiene siempre ideas que sirven de base para su trabajo. Si las ideas
son buenas, promoverán el bien general de la gente. Si son malas, provocarán
daños más o menos graves.
Es
imposible que un gobernante deje de lado sus ideas. Si fue honesto, las habrá
presentado en el programa electoral. La gente le votó en vistas a ese programa:
el gobernante elegido tiene el deber de respetarlo.
Los problemas
empiezan cuando el gobernante no se limita a poner en marcha sus ideas, sino
que además busca imponerlas a todos. Eso ocurre cuando implementa mecanismos
concretos para que sus ideas sean enseñadas de modos más o menos agresivos a la
gente, y para acallar a los que piensan de otra manera.
Por
ejemplo, si busca leyes o medidas administrativas contra los que sostienen
ideas diferentes y a favor de quienes apoyan las suyas (aunque sean la
mayoría). O si concede subvenciones a los medios afines al gobierno, mientras
busca medidas que limiten o incluso silencien a los opositores.
Esos
métodos muestran una actitud claramente totalitaria. En primer lugar, porque
los gobernantes usan cargos públicos para promover agendas de grupo. En segundo
lugar, porque dañan o incluso penalizan la sana pluralidad que caracteriza a
las sociedades libres.
La
tentación del poder daña a muchos, pero con un poco de sentido de justicia y
una correcta visión de lo que significa gobernar se pueden evitar este tipo de
actitudes. Porque un gobernante necesita recordar que el poder está orientado
al bien común, no al servicio de las propias preferencias ideológicas en contra
del legítimo pluralismo.
En un
mundo donde grupos de poder buscan silenciar a quienes defienden sus ideas,
hace falta denunciar sus actuaciones totalitarias y promover ámbitos de
libertad y de justicia. Entonces todas las ideas podrán ser expresadas y
promovidas libremente, en el respeto de las exigencias del bien común y en
vistas a una mejor comprensión de la realidad en la que vivimos. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario