Abad, 19 de Marzo
Elogio: En Spoleto, en
la Umbría, san Juan, abad de Parrano, que fue padre de muchos siervos de Dios.
La memoria de
san Juan, abad de Parrano, se observa en la diócesis de Spoleto. Su inscripción
en los martirologios es muy antigua y depende de una tradición confiable en sus
grandes rasgos, ya que aparece en el martirologio de Beda, de Notkero, de Adón,
siempre referido a un abad del siglo VI, oriundo de Siria, quien posiblemente
salió de su tierra huyendo de los disturbios monofisitas.
Lamentablemente
no se ha conservado propiamente una «Vita» del santo, sino unas lecturas que
figuraban en el breviario local, con todo el colorido de la leyenda
hagiográfica, sin datos precisos, pero que proviene de una tradición oral que
entronca sin duda con hechos históricos, aunque irrecuperables para nosotros.
La leyenda cuenta que cuando el santo estaba por
abandonar Siria, su patria, oró de esta manera: «Señor, Dios de los cielos y de
la tierra, Dios de Abraham, Isaac y Jacob, te suplico a Ti que eres la luz
verdadera, que me ilumines, ya que espero de ti que hagas prosperar el camino
que tengo delante y que sea para mí la señal del lugar de mi descanso, aquel
donde la persona a quien le preste mi salterio, no me lo devuelva ese mismo
día». Desembarcó en Italia y viajó hasta los alrededores de Spoleto, donde
encontró a una sierva de Dios, a quien le prestó su salterio. Cuando le pidió
que se lo devolviera, ella dijo, «¿a dónde vas, siervo de Dios? Quédate aquí y
emprende tu camino mañana». Juan accedió a pasar allí la noche y, recordando su
oración, se dijo, «esto es ciertamente lo que le pedí al Señor: aquí me
quedaré». A la mañana siguiente, recibió de nuevo su salterio y, no había
caminado la distancia de cuatro tiros de flecha, cuando apareció un ángel que
lo condujo a un árbol, bajo el cual le pidió que se sentara para anunciarle que
era la voluntad de Dios que se quedara en aquel lugar y que allí tendría una
gran congregación y encontraría el descanso deseado. Era el mes de
diciembre y la tierra estaba endurecida por el hielo; pero el árbol bajo el
cual se hallaba sentado Juan, estaba en flor, como en primavera. Algunos
cazadores que pasaron por allí le preguntaron de dónde venía y qué hacía. El
santo les contó toda su historia y quedaron llenos de asombro, especialmente
por la forma en que vestía, pues nunca habían visto cosa parecida. «Por favor
no me causen daño, hijos míos -dijo Juan- pues sólo he venido aquí al servicio
de Dios». La súplica era innecesaria, pues los cazadores ya se habían fijado en
el árbol florecido y reconocieron que el Señor estaba con aquel hombre. Lejos
de querer hacerle daño, partieron entusiasmados a anunciar su llegada al obispo
de Spoleto, quien se apresuró a ir a saludarlo, y lo encontró orando bajo el
árbol. Los dos lloraron de alegría cuando se encontraron y todos los presentes
dieron alabanzas a Dios. En aquel lugar, Juan edificó su monasterio y allí
vivió por cuarenta y cuatro años más, hasta que se durmió en paz y fue
sepultado con himnos y cánticos.
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