Cuenta Roland
Joffé el impacto que le produjo una entrevista en la CNN en la que una mujer
hutu de Ruanda estaba tomando el té con un hombre al que ella misma presentaba
como miembro de una tribu tutsi que había asesinado a su familia. El
entrevistador, muy sorprendido, le decía: “¿Y por qué toma el té con él…? ¿Le
ha perdonado?”. “Sí –respondía ella–, le he perdonado”. Y explicaba a
continuación que aquel hombre iba todas las semanas a tomar el té con ella. “Lo
hace para vivir en mi perdón”, añadía.
Ese era el
modo –continuaba Joffé– que ella tenía de tratar con su dolor. Y ese era el
modo que aquel otro hombre tenía de tratar con el suyo. Del sufrimiento humano
de ambos, salía algo nuevo y mucho más grande. En aquel acto heroico de la
voluntad había un propósito. Aquella mujer estaba dignificando su propia vida
al perdonar a aquel hombre hutu. Era una mujer campesina de una sencillez
conmovedora, pero sobre todo de un enorme poder moral, que se estaba
sobreponiendo a la llamada del odio para imponerse a sí misma la terapia del
perdón.
A todos nos
gustaría ver más perdón en el mundo, pero luego a todos nos cuesta perdonar. Es
difícil saber por qué unas personas logran perdonar y otras no. Es un misterio
extraordinario, con el que todos convivimos. Todos los seres humanos tenemos la
posibilidad de perdonar. ¿Por qué, entonces, algunas personas se sienten
incapaces de hacerlo? ¿Qué influencias hay dentro de un hombre a la hora de
afrontar ese dilema?
Por ejemplo,
si en la infancia te han enseñado que la venganza es algo importante, que tu
dignidad como ser humano se sustenta en ejercer la venganza, entonces acabas en
una espiral donde la venganza se perpetúa. Sin embargo, si desde pequeño te
enseñan y te dan las reflexiones y los argumentos necesarios para entender que
la venganza y el rencor no conducen a nada, ese deseo ancestral, por el que
alguien tiene que pagar una cuenta pendiente, pasa a verse como lo que es, como
una respuesta primitiva y visceral, que nos hace daño y que nos perjudica a
todos.
En el interior
de cada persona, igual que en lo profundo de la misma sociedad, hay siempre una
batalla en la que pugnan por abrirse paso nuestro orgullo, nuestro rencor,
nuestro individualismo egoísta. Debemos reconocerlos como tales, y hacerles
frente, aunque nos parezca que luchamos un poco contra nuestra propia
naturaleza. Lo que sería una pena es no reconocerlos como unos monstruos que
devoran nuestro interior. Que quisiéramos disfrazarlos de dignidad, de
patriotismo, de servicio a unas supuestamente elevadas causas que pretenden justificar
lo injustificable.
La terapia del
perdón de aquella mujer ruandesa era un comportamiento heroico en su situación.
Una memorable muestra de su esfuerzo por desmarcarse de la devoradora máquina
de la venganza y el rencor que amenazaba con invadirlo todo. Una lucha
admirable para no dejarse absorber por la dinámica del odio, para no formar
parte de esa gran conjura inacabable. Si nuestras vidas tienen profundidad, y
deben tenerla, hemos de preguntarnos qué tenemos que hacer ante las ofensas o
perjuicios que hemos sufrido y que quizá no sabemos bien cómo gestionar. El
perdón es como la confianza, que no se puede simplemente exigir, sino que hay
que darlo, hay que merecerlo, hay que ofrecerlo y hay que ganarlo. Por ambas
partes puede ser heroico, pues muchas veces cuesta más pedir perdón que darlo.
Pero siempre será una muestra de la grandeza del hombre, que sabe elevarse por
encima de lo que era habitual en las civilizaciones antiguas y que, por
desgracia, todavía sigue demasiado presente en nuestra vida cotidiana. AA
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