La Madre
Teresa de Calcuta nació en 1910 en una pequeña ciudad albanesa llamada Skopje.
“No había cumplido aún doce años cuando sentí el deseo de ser misionera”, contó
más tarde ella misma. “Seguir mi vocación fue un sacrificio que Cristo nos
pidió a mi familia y a mí, pues éramos una familia muy unida y muy feliz”.
“Durante cerca
de veinte años, en tanto permanecí en las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto,
mi misión fue la de enseñar en el Colegio St. Mary's, frecuentado en su mayoría
por chicas de clase media. Era el único colegio católico de Secundaria que
había por entonces en Calcuta. La enseñanza me gustaba mucho. Enseñar es algo
que, hecho por Dios, constituye una hermosa forma de apostolado. Entre las
Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, yo era la monja más feliz del mundo”.
El momento
crucial para su vida se produjo de improviso: “Ocurrió el 10 de septiembre de
1946, durante el viaje en tren que me llevaba al convento de Darjeeling para
hacer los ejercicios espirituales. Mientras rezaba en silencio a nuestro Señor,
advertí una ‘llamada dentro de la llamada’. El mensaje era muy claro: debía
dejar el convento de Loreto y entregarme al servicio de los pobres, viviendo
entre ellos”. Dios le pedía que saliese de la comodidad de su congregación para
ir en busca de los más pobres de entre los pobres.
Recibió el
permiso desde la Santa Sede y empezó por llevar a los moribundos de las calles
a un hogar donde pudieran morir en paz y dignidad. También abrió un orfanato.
Gradualmente, otras mujeres se le unieron. En 1950, recibió la aprobación
oficial para fundar una congregación de religiosas, las Misioneras de la
Caridad, que se dedicarían a servir a los más pobres entre los pobres. Hoy, son
casi cuatro mil religiosas, repartidas en quinientas casas establecidas en
cerca de cien países.
Todos los
pontífices han expresado una especial admiración hacia esta valiente misionera.
Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1979. Y aunque no faltaron las calumnias,
algunas especialmente malintencionadas e insidiosas, lo cierto es que cuando la
Madre Teresa falleció, en 1997, el mundo entero se volcó en su despedida. Su
proceso de beatificación ha sido de los más rápidos de la historia reciente de
la Iglesia, lo que testimonia su gran fama de santidad.
Sin embargo,
un dato de especial interés es que una santidad tan deslumbrante no estuvo
exenta de crisis interiores. Dios quiso que pasara, como sucedió también a
Santa Teresa de Ávila o a San Juan de la Cruz, por la dolorosa experiencia de
la ‘noche oscura del alma’. En 1956, confiaba al Arzobispo de Calcuta: “Quiero
ser apóstol de la alegría”. Pero, por una misteriosa disposición de la
Providencia, a veces tenía que llevar a cabo ese apostolado de la alegría en
medio de una sequedad que le resultaba insoportable: “En ocasiones, la agonía
de la ausencia de Dios es tan grande, y es a la vez tan profundo el vivo deseo
del Ausente, que la única oración que aún consigo recitar es ‘Sagrado Corazón
de Jesús, confío en ti’. Saciaré tu sed de almas”.
Cuatro años
más tarde, todavía aquella prueba le atormentaba, pero seguía buscando a Dios
obstinadamente, confiadamente, segura de que obtendría respuesta: “He comenzado
a amar la oscuridad. Porque ahora creo que es una parte, una pequeñísima parte,
de la oscuridad y del dolor que Jesús conoció en la tierra”. La Madre Teresa
pasó largas etapas sin notar el amor de Dios en el corazón, sin escuchar sus
respuestas. Las miles de personas que ella atendía, sentían consuelo, amor y
acogida, mientras que ella continuaba en la oscuridad.
En sus cartas
personales, publicadas al término de su proceso de beatificación, puede
observarse cómo su compromiso con Dios es el sustrato de su vocación. Ella
sigue adelante porque sabe que Jesús lo quiere. Está motivada por el
pensamiento del dolor de Jesús, porque los pobres no le conocen y por eso no le
aman. Este fue uno de los pilares que la mantuvieron en su camino a través de
la prueba de la oscuridad. En una de las cartas escribe: “Estuve a punto de
dejarlo todo y entonces recordé mi promesa, y esto me hizo levantarme”.
Siguió
adelante por lealtad a la palabra dada a Dios. Gracias a eso, superó aquella
dura prueba. Si no hubiera perseverado en su lucha, la humanidad se habría
visto privada de una aportación extraordinaria. Por eso, su lucha es una
referencia interesante a la hora de pensar en nuestra perseverancia en los
momentos de oscuridad o de tribulación. Porque, muchas veces, el secreto de la
fecundidad de los santos ha estado, simplemente, en que han sido capaces de
perseverar en esos momentos difíciles, en los que otros se rinden. Y la
dificultad muchas veces está, no tanto en resistir ataques, sino en superar
esos momentos de oscuridad o de penumbra por los que todos pasamos en algún
momento.
Los momentos
de oscuridad han estado presentes en la vida de casi todos los grandes santos.
Las biografías de Santa Juana de Chantal, San Vicente de Paúl o el Santo Cura
de Ars narran admirablemente sus luchas en esas etapas de perplejidad y de
cansancio. Y Santa Teresa de Lisieux cuenta en sus escritos cómo, en esos
momentos de desmayo, descubre, casi sin saber explicárselo, que el mejor
antídoto contra la duda y el desaliento es olvidarse de uno mismo para pensar
en los demás. Cuando los largos razonamientos, o incluso las largas oraciones,
no llegan a aportar la ansiada claridad, lo mejor es buscar a nuestro alrededor
un sufrimiento y aliviarlo, una herida que sangra y curarla. Y viene entonces
la serenidad.
También los
Magos de Oriente tuvieron sus momentos de oscuridad, según cuentan los
Evangelios. Cuando llegaron a Jerusalén, habían abandonado sus tierras y sus
reinos, guiados solamente por el signo confuso de una estrella. Habían asumido
la aventura de lanzarse a buscar lo desconocido, arrastrados por algo que
tampoco era una llamada llena de evidencias. Y probablemente tuvieron que
soportar alguna que otra incomprensión por lanzarse a hacer semejante viaje
solo por haber visto una estrella. Y al acercarse a la gran ciudad, se
encuentran con que la ciudad dormía. Y ven que los mismos sacerdotes a quienes
los Magos consultan, que sabían que el Salvador podía haber nacido a pocos
kilómetros de allí, ni se habían molestado en ir a comprobarlo. Incluso después
de conocer la historia de la estrella, se limitaron a encaminar hacia Belén a
los Magos, pero ellos siguieron durmiendo.
A pesar de
todo, los Magos tuvieron la humildad de preguntar, mantuvieron su fe sin
escandalizarse por la actitud de esos sacerdotes, llegaron hasta Belén y
cumplieron su misión. Y traigo aquí este ejemplo, pensando en que quizá algunas
personas que buscan el camino de su vocación pasan, a veces, por esto mismo.
Han descubierto, tal vez entre oscuridades, el resplandor de una estrella. Han
comenzado a caminar hacia ella, renunciando, probablemente, a la tierra firme
de muchas certezas fáciles de este mundo. Han soportado los comentarios,
simples o ingeniosos, de quienes consideran su entrega a Dios como algo
disparatado. Y han tenido que sufrir, por último, el desconcierto de encontrar
a su llegada, dentro de la Iglesia, algunos ejemplos que no resultan muy
edificantes, de ciudad dormida, de desconfianza y de recelo, y quizá
precisamente entre aquellos de quienes debían esperar ánimo y apoyo. Todo este
tipo de contratiempos y decepciones son muchas veces difíciles de vencer. Pero
no por eso debemos dejar de seguir nuestra estrella, como hicieron los Magos. Y
eso, aunque a veces nos sintamos rodeados del frío del ambiente, y aunque
tengamos que dejar atrás la ciudad de Jerusalén y a sus dormidos habitantes. AA
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