El
gesto más provocativo y escandaloso de Jesús fue, sin duda, su forma de acoger
con simpatía especial a pecadoras y pecadores, excluidos por los dirigentes religiosos
y marcados socialmente por su conducta al margen de la Ley. Lo que más irritaba
era su costumbre de comer amistosamente con ellos.
De
ordinario, olvidamos que Jesús creó una situación sorprendente en la sociedad
de su tiempo. Los pecadores no huyen de él. Al contrario, se sienten atraídos
por su persona y su mensaje. Lucas nos dice que “los pecadores y publicanos
solían acercarse a Jesús para escucharle”. Al parecer, encuentran en él una
acogida y comprensión que no encuentran en ninguna otra parte.
Mientras
tanto, los sectores fariseos y los doctores de la Ley, los hombres de mayor
prestigio moral y religioso ante el pueblo, solo saben criticar escandalizados
el comportamiento de Jesús: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. ¿Cómo
puede un hombre de Dios comer en la misma mesa con aquella gente pecadora e
indeseable?
Jesús
nunca hizo caso de sus críticas. Sabía que Dios no es el Juez severo y riguroso
del que hablaban con tanta seguridad aquellos maestros que ocupaban los
primeros asientos en las sinagogas. El conoce bien el corazón del Padre. Dios
entiende a los pecadores; ofrece su perdón a todos; no excluye a nadie; lo
perdona todo. Nadie ha de oscurecer y desfigurar su perdón insondable y
gratuito.
Por
eso, Jesús les ofrece su comprensión y su amistad. Aquellas prostitutas y
recaudadores han de sentirse acogidos por Dios. Es lo primero. Nada tienen que
temer. Pueden sentarse a su mesa, pueden beber vino y cantar cánticos junto a
Jesús. Su acogida los va curando por dentro. Los libera de la vergüenza y la
humillación. Les devuelve la alegría de vivir.
Jesús
los acoge tal como son, sin exigirles previamente nada. Les va contagiando su
paz y su confianza en Dios, sin estar seguro de que responderán cambiando de
conducta. Lo hace confiando totalmente en la misericordia de Dios que ya los
está esperando con los brazos abiertos, como un padre bueno que corre al
encuentro de su hijo perdido.
La
primera tarea de una Iglesia fiel a Jesús no es condenar a los pecadores sino
comprenderlos y acogerlos amistosamente. En Roma pude comprobar hace unos meses
que, siempre que el Papa Francisco insistía en que Dios perdona siempre,
perdona todo, perdona a todos..., la gente aplaudía con entusiasmo. Seguramente
es lo que mucha gente de fe pequeña y vacilante necesita escuchar hoy con
claridad de la Iglesia. JAP
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