Jesús fue hacia ellos caminando
sobre el mar. Era de noche y el viento soplaba con tal fuerza que zarandeaba la
barca donde estaban los discípulos. Cuando lo vieron creyeron que era un
fantasma y hasta llegaron a gritar aterrorizados… Pero les dice para
tranquilizarlos: “¡Animo!, soy yo; no temáis”. Mas pareció no bastar; sirvió de
poco, dudaron. “Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas” –le dijo
Pedro– Y el maestro le respondió: “Ven”. Y fue Pedro. Como no amainaba la
violencia del viento le entró miedo y comenzó a hundirse… “¡Señor, sálvame!”.
Jesús lo agarró y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. “Subieron a
la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él
diciendo: verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mt 14, 24-33).
Los creyentes
tenemos el riesgo de ser como ese Pedro que pone a prueba la fe y que la
instrumentaliza. Dios se nos ha revelado, nos ha dicho “Soy Yo”, y aún así
hurgamos más pruebas sumidos en el prurito del saber más so pretexto de
comprender mejor a Dios: le ‘probamos’. Parece no bastarnos su propio
testimonio; parece que hemos perdido el más elemental sentido de confianza o
que ya no somos capaces de reconocer su singular timbre de voz, ese que suena
sonoro y con nítida claridad en lo profundo del alma, ese que escuchamos un día
cuando reconocimos con el pasar de los años la fe que nos había sido dada. Y lo
más triste y dramático de una situación así es que esa búsqueda desconfiada,
que esa sordera voluntaria, pueda venir precisamente de quienes reconocemos
–como de hecho es– a Cristo como Dios: de sus discípulos.
Y está también
el otro error en el que podemos sumirnos: identificar la fe como un medio, como
un recurso para nuestra felicidad, satisfacción o comodidad: que la hayamos
instrumentalizado. Se escucha decir: “la fe ayuda a que cueste menos la muerte
de los hijos, del esposo (a), de los seres queridos, etc.”; y es verdad que
ayuda, pero la fe no es primariamente amortiguadora de dolores ni dispensadora
de cuidados intensivos en momentos de puntual dificultad de nuestra existencia.
No creemos para sufrir menos ni para tener una vida más llevadera. Es más, la
fe no es nuestra conquista ni nuestra adquisición; no creemos porque hemos
conquistado la fe como podríamos alcanzar la cumbre de una montaña; creemos
porque la fe nos ha conquistado, porque Dios nos ha conquistado. De ahí que la
fe signifique adherirse a Dios confiando en Él plenamente y asintiendo a lo que
nos ha revelado.
Pedro pone a
prueba su fe cuando no le bastan las palabras de Jesús –“¡Animo!, soy yo; no
temáis”– y duda: “Si eres tú…”. Pedro instrumentaliza la fe cuando condiciona
al maestro a hacerlo ir hacia Él sobre las aguas. ¿No es este Pedro el que
había visto la multiplicación de los panes y de los peces? ¿No es este Pedro el
que había bebido del agua hecha vino delicioso? ¿No es este Pedro aquel que
confesó de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”? ¿No hay muchas
similitudes en la vivencia de la fe de Pedro y en el modo como la vivimos o
podemos llegar a vivir muchos de nosotros? Cuántas veces tentamos a Dios: “Si
eres Dios –podemos llegar a decirle– que sane mi madre…”, “Si eres Dios que
encuentre trabajo”. Pero no sólo. Incluso ponemos fecha límite para la sanación
y nombre y salario al puesto que buscamos. Y apenas una adversidad, apenas un
obstáculo, una dificultad, una ventisca, nos desanimamos… porque nos falta fe.
“Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Si de verdad creyésemos; si tuviéramos
fe como un granito de mostaza moveríamos las montañas… Bajo estas perspectivas,
¿no es justo reflexionar y meditar cómo es o cómo está actualmente nuestra fe?
Pedro había
recibido la fe en Jesús y había visto los milagros de Jesús. Pero quizá se
conformó, en esa etapa de su vida, con vivir con la fe sin cultivarla. ¿Y es
que la fe también se cultiva? Ciertamente. Dios es el jardinero que la pone
como semilla en el jardín de la existencia de cada uno de los hombres que la
aceptamos con humildad. Él siembra pero depende de nosotros, de los jardineros,
regarla, cuidarla, hacerla crecer fuerte, sana, recta y vigorosa. Y es un don
tal alto la fe. Ninguna otra criatura en la tierra es capaz de creer, de tener
fe, sino el hombre que la abraza en un acto libre y personal.
¡Qué distinta,
qué plena es la vida con una fe que de verdad la anima! No permanece en uno
mismo: se irradia, se transmite cumpliendo así, además, su dimensión
evangelizadora. ¡Cuántas conversiones obradas por el testimonio de personas que
vivían su fe. Con fe los éxitos y los fracasos son vistos de otra manera porque
se es consciente de que Dios está con nosotros y si Él está con nosotros quién
estará contra nosotros. Sí, la fe nos viene dada por Dios como don gratuito y
condición necesaria para salvarnos. No nos viene impuesta ni es un acto
irracional: la fe es un acto de la inteligencia del hombre quien bajo el
impulso de la voluntad movida por Dios asiente libremente a la verdad divina, a
la verdad cierta que se fundamenta sobre la palabra de Dios, actúa por medio de
la caridad, está en continuo crecimiento y hace pregustar del gozo del cielo.
La fe no es un
escudo para vencer el miedo; es la amorosa conciencia y confiada certeza de la
existencia del Dios al que no vemos. ¡Cuántas veces Dios ha salido al
encuentro, a ayudarnos a vencer nuestros miedos muy a pesar de las tempestades
que por todas partes nos asechan! ¡Cuántas veces nos ha hecho ir hacia Él no
por voluntad nuestra sino por generosa invitación suya! ¡Cuántas veces nos ha
dicho “Soy Yo” y ha saciado nuestras dudas y colmado nuestros deseos! ¡Quién
sino Él es capaz de hacer sucumbir nuestros interrogantes, salvarnos y
proveernos! Sólo hace falta reconocerle; y para ello hace falta cultivar la fe.
Cultivar la fe
es estar atento a la escucha de lo que Dios quiere; frecuentar los sacramentos,
ser Iglesia. Y es que si bien la fe es un acto personal no significa que sea
vivencia particular aislada. La fe tiene sentido vivida en comunidad, en la
Iglesia. Sólo en la Iglesia podemos asegurar su ortodoxia y decir al unísono
“verdaderamente eres Hijo de Dios” como dijeron los apóstoles tras amainar el
viento y apaciguarse el mar. JEM
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