El ser
humano comunica continuamente: con las palabras, con los gestos, con la vida.
Eso es posible, primero, si tiene un mensaje que desea transmitir. Segundo, si encuentra
ante sí a otro o a otros que le observan, que esperan su mensaje.
Empieza
el diálogo. Hay palabras y expresiones que se comprenden fácilmente. Otras
llevan a confusiones o a errores de interpretación. Por eso,
uno de los aspectos más difíciles y más valorados en la comunicación consiste
en la claridad, sobre todo cuando quien habla tiene responsabilidades ante
otros (hijos, alumnos, amigos que piden un consejo...).
En un
mundo lleno de mensajes ambiguos y de ‘comunicadores’ que buscan la oscuridad
para no dejar en claro sus propios puntos de vista, la claridad se convierte en
un tesoro y en un gesto de madurez, de respeto, de justicia, de bondad.
Porque
gracias a la claridad, el comunicador busca los mejores caminos para que las
ideas sean comprendidas, para que el interlocutor las analice en sus diferentes
aspectos, para que se puedan acoger o rechazar con conocimiento de causa.
No ocurre
lo mismo cuando alguien, consciente o inconscientemente, habla de modo confuso,
ambiguo, críptico. Porque así el oyente o el lector no acaban de entender el
‘mensaje’ transmitido, si es que no llegan a concluir lo opuesto de lo que
presuntamente se quería dar a entender en medio de humo y ambigüedades.
Intentar
en serio ser claros es un deber de toda persona que quiera comunicar
honestamente. Desde luego, junto a la claridad hace falta un sincero esfuerzo
por conocer la verdad y por descartar el error, según aquel consejo que
ofreciera el famoso Sócrates en uno de los Diálogos de Platón.
Comunicación,
claridad y verdad necesitan establecer una alianza urgente. De este modo,
avanzaremos un poco más en el camino que une a los seres humanos: el que lleva
hacia saberes compartidos en un clima de respeto recíproco y de honestidad en
las palabras y los gestos. FP
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