Texto del
Evangelio (Mc 8,34-9,1): En aquel
tiempo, Jesús llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por
mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el
mundo entero si arruina su vida? Pues, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su
vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación
adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando
venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles». Les decía también: «Yo
os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte
hasta que vean venir con poder el Reino de Dios».
«Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»
Comentario:
+ Rev. D. Joaquim FONT i Gassol (Igualada, Barcelona, España)
Hoy el Evangelio nos habla de dos temas
complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en
mayúscula, sobrenatural y eterna. Nos ponemos de pie para escuchar el Santo
Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos
neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir ‘el gusto de los
caprichos’ —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como
dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones
que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo
en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es
el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da
fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn
15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho
grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos
puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar
en la vida eterna.
San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las
palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si
arruina su vida?» (Mc 8,36). Así
llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último
canon del Código de Derecho Canónico (n.
1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser
siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección:
«Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así:
«Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación
es evidente.
María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la
mano para avanzar en este camino.
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