Uno
de los rasgos más característicos del amor cristiano es saber acudir junto a
quien puede estar necesitando nuestra presencia. Ese es el primer gesto de
María después de acoger con fe la misión de ser madre del Salvador. Ponerse en camino
y marchar aprisa junto a otra mujer que necesita en esos momentos su ayuda.
Hay
una manera de amar que hemos de recuperar en nuestros días, y que consiste en
«acompañar a vivir» a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por
la depresión, atrapado por la enfermedad o, sencillamente, vacío de alegría y
esperanza.
Estamos
consolidando, entre todos, una sociedad hecha solo para los fuertes, los
agraciados, los jóvenes, los sanos y los que son capaces de gozar y disfrutar
de la vida.
Estamos
fomentando así lo que se ha llamado el «segregarismo social» (Jürgen Moltmann). Juntamos a los niños en las guarderías,
instalamos a los enfermos en las clínicas y hospitales, guardamos a nuestros
ancianos en asilos y residencias, encerramos a los delincuentes en las cárceles
y ponemos a los drogadictos bajo vigilancia...
Así,
todo está en orden. Cada uno recibe allí la atención que necesita, y los demás
nos podemos dedicar con más tranquilidad a trabajar y disfrutar de la vida sin
ser molestados. Procuramos rodearnos de personas sin problemas que pongan en
peligro nuestro bienestar, y logramos vivir «bastante satisfechos».
Solo
que así no es posible experimentar la alegría de contagiar y dar vida. Se
explica que muchos, aun habiendo logrado un nivel elevado de bienestar, tengan
la impresión de que la vida se les está escapando aburridamente entre las
manos.
El
que cree en la encarnación de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y
acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado a vivir de otra manera.
No
se trata de hacer «cosas grandes». Quizá, sencillamente, ofrecer nuestra
amistad a ese vecino hundido en la soledad, estar cerca de ese joven que sufre
depresión, tener paciencia con ese anciano que busca ser escuchado por alguien,
estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la cárcel, alegrar el rostro
de ese niño triste marcado por la separación de sus padres...
Este
amor que nos lleva a compartir las cargas y el peso que tiene que soportar el
hermano es un amor «salvador», porque libera de la soledad e introduce una
esperanza nueva en quien sufre, pues se siente acompañado en su aflicción. JAP
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