El
sufrimiento y el dolor pueden ayudarnos a crecer como personas, a superarnos y
a madurar. Si preguntamos a los que están a nuestro alrededor cuáles han sido las
experiencias que les han hecho ver la vida con más realismo y serenidad,
veremos que han sido situaciones de problemas o dificultad en su mayoría.
Las
personas que han sufrido más suelen ser maduras, realistas y centradas. El
sufrimiento provoca una madurez en el ser humano y en la forma de ver la vida.
Para
alcanzar la madurez humana tenemos que aprender a aceptarnos a nosotros mismos
con todo lo que somos y lo que nos rodea: lo bueno y lo malo, lo agradable y lo
doloroso, lo cómodo y lo molesto, etc. Con una actitud optimista y positiva
ante la vida, el sufrimiento puede convertirse en el motor de nuestra
superación y madurez personal. Si tomamos una actitud de desesperación y
pesimismo, el sufrimiento puede llegar a hundirnos.
En
el Nuevo Testamento, el Evangelio de Marcos dice “La mujer que padecía flujo de
sangre, ya desde hacía 12 años, que había sufrido mucho con muchos médicos, y
que había gastado todos sus bienes sin provecho alguno antes bien yendo a peor,
habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y
tocó su manto pues decía: ´si logro tocar aunque sea sólo sus vestidos me
salvaré´. Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo
que quedaba sana del mal” (Mc 5,25).
Ésta
es la realidad, también, que debemos vivir los cristianos. La enfermedad nos
debe hacer buscar y volver a Cristo. Buscar, encontrar a Cristo y tocarle;
experimentar la vida, que es Él mismo. Para que el sufrimiento sea realmente
instrumento de bien para nuestra salvación, para que nos salvemos, necesitamos
esta dimensión sobrenatural.
Para
profundizar: Salvici Doloris, Carta apostólica sobre el sufrimiento humano
¿Por
qué existe el mal, el dolor, la enfermedad? Con mucha frecuencia el sufrimiento
nos empuja a la búsqueda de Dios, a un retorno a Él y ésto sucede precisamente
por experimentar en nosotros nuestra debilidad, nuestra pequeñez, nuestra
pobreza como seres humanos que nos lleva a darnos cuenta de la necesidad que
tenemos de Dios, de nuestra impotencia y de los límites de nuestro ser. Por lo
tanto, necesitando a Dios volvemos hacia Él.
El
sufrimiento debe ayudarnos a acercarnos a Dios. Así que, cuando encontramos a
una persona que sufre debemos ayudarle a reconocer en su vida lo que Dios ha
hecho, y lo que Dios puede ir realizando en el. Incluso, ¿por qué no? hacia la
esperanza de recobrar la salud, cuando el sufrimiento es debido a una
enfermedad, pues los milagros sí existen. Nosotros, como cristianos, debemos
ayudar a los enfermos a vivir su enfermedad de un modo cristiano, ofreciendo
sus incertidumbres, sus dificultades ante el dolor.
Algunas
personas piensan que el sufrimiento es un castigo de Dios por nuestros pecados.
Los
discípulos de Jesús, al curar al ciego de nacimiento, le preguntaron quién
había pecado, si el ciego de nacimiento o sus padres, Jesús les respondió: “Ni
él pecó ni pecaron sus padres, es para que se manifiesten en él las obras de
Dios” (Jn 9,2).
Aquí
tenemos una realidad de la vida humana incluso desde los tiempos antes de
Jesús: el concepto de la enfermedad como un castigo de Dios. Por eso los
apóstoles pensaron que este señor, aunque nació ciego, de alguna forma habría
pecado. ¿Cómo es posible que un bebé, que un niño, todavía no nacido, pueda
pecar? Y si no puede pecar, ¿cómo es que tuvo la ceguera? ¿Como castigo de
Dios?
Jesús
deja claro que no es por haber pecado que hay enfermedades, sino para que se
manifiesten las obras de Dios en las personas. La enfermedad y la muerte son
grandes oportunidades para unirnos a la misión salvadora de Cristo, quien
asumió el sufrimiento volviéndolo instrumento de amor, de redención, de
testimonio del amor del Padre. CG
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