Virtud: la caridad.
…¡Cuán
difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del amor, el secreto
de la vida? En este evangelio [en la parábola del hijo pródigo] aparecen tres
personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos
proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son agricultores
muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida
parece buena.
Y,
sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida,
que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse
cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las tradiciones de Israel, una
oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra
vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la vida es algo más, debo
encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo
lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los
mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi
vida sea totalmente mía, con todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente
trabajo.
Así,
decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y
generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su
proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy
lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere
un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una
vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no
reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta
disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida
con toda su belleza y su plenitud.
Y
en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que es
hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco
a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo.
Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor
intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que,
continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío:
también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al
final también el dinero se acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de
vida está por debajo del de los cerdos.
Entonces
comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida:
una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o
si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la
construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana... Así comienza
el nuevo camino, un camino interior. El muchacho reflexiona y considera todos
estos aspectos nuevos del problema y comienza a ver que era mucho más libre en
su casa, siendo propietario también él, contribuyendo a la construcción de la
casa y de la sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su
vida, descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.
En
este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida, viviendo
también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver para
recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el camino
equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a empezar con otro concepto, debo
recomenzar.
Y
llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de
comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que significa no vivir.
El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede
comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente
el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y
la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado:
ha comprendido lo que significa vivir.
Ciertamente,
en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones volverán, pero él ya
es plenamente consciente de que una vida sin Dios no funciona: falta lo
esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre.
Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos
podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha
mostrado realmente el rostro de Dios.
El
joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad
y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que
recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la
disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y
precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la
vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a
hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.
No
quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su
reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá sería
mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su interior debe
‘volver a casa’ y comprender de nuevo qué significa la vida; comprende que sólo
se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la comunión de su familia,
del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios. No quisiera entrar
ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se aplique a su modo este
evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada uno tiene su mundo. Esto
no quita que todos seamos interpelados y que todos podamos entrar, a través de
nuestro camino interior, en la profundidad del Evangelio.
El
evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre
misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos,
aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de
la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos
devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento
del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida
verdadera.
Esta
parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una ‘mónada’, una
entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe tener la vida sólo para sí
misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con
los demás, y sólo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos
la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una
criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura
frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.
Y,
por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es la
libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la
libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina,
pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse
hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y
nuestra dignidad.
Recorramos
juntos este camino de liberación interior (…) abandonemos la actitud egoísta
del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el
corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida
que también él necesita el perdón. BXVI
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