El
amor divino llega a su plenitud con la Encarnación de Cristo. Con labios y con
voz humana, nos reveló el amor del Padre y nos enseñó a vivir como hermanos.
“El
Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes n. 22). Quien se une a
Cristo a través del bautismo necesariamente se une a los demás hombres y
mujeres del planeta, pues todos han sido invitados a descubrir que Jesús es el
Salvador del mundo.
Necesitamos
recordarlo siempre: el amor a Dios y el amor fraterno van unidos. “Nosotros
amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a
su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien
ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn
4,19-21).
Desde
la experiencia del amor de Cristo, podemos amar profundamente, concretamente,
en lo grande y en lo pequeño, a nuestros hermanos.
Incluso
podemos empezar a ver al hermano como Cristo lo ve, “no ya sólo con mis ojos y
sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 18).
Entonces
es posible percibir, comprender, lo que desea cada persona que vive a mi lado.
Por amor, buscaré la mejor manera de ayudarle. Pero, sobre todo, intentaré dar
algo mucho más profundo, pues mi mirada será como la de Cristo. “Al verlo con
los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias:
puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus caritas est, n. 18).
La
caridad fraterna llega, entonces, a lo más hondo de la vida de cada ser humano.
Permite no sólo sobrellevar las cargas (no hay personas sin defectos), sino
perdonar sinceramente. No sólo ser pacientes, sino avanzar hacia el afecto más
sincero. No sólo dar de nuestras cosas, sino darnos a nosotros mismos, como los
primeros cristianos (cf. 2 Cor 8,1-7).
Así
aprenderemos a ser como el Maestro, que no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,25-28); que nos pidió, desde
su entrega absoluta, que nos amemos como Él nos amó, hasta dar la vida por los
otros (cf. Jn 15,12-13; 1 Jn 3,16);
que supo mostrarse paciente y bondadoso, con un perdón profundo que es capaz de
cambiar los corazones más endurecidos.
“En
conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como
hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto
por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la
bendición” (1 P 3,8-9).
La
caridad fraterna nos hace semejantes a Dios, que hace llover sobre buenos y malos
(cf. Mt 5,42-48), que no deja de
ofrecer amor a cada uno de sus hijos. Nos permite vivir ya en esta tierra como
se vive, eternamente, en el cielo. FP
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