miércoles, 16 de octubre de 2024

La caridad fraterna…

El amor cristiano nace desde el amor de Dios. Por amor nos creó. Por amor nos acompaña en la historia humana. Por amor nos ofrece el gran regalo de la misericordia.

El amor divino llega a su plenitud con la Encarnación de Cristo. Con labios y con voz humana, nos reveló el amor del Padre y nos enseñó a vivir como hermanos.

“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes n. 22). Quien se une a Cristo a través del bautismo necesariamente se une a los demás hombres y mujeres del planeta, pues todos han sido invitados a descubrir que Jesús es el Salvador del mundo.

Necesitamos recordarlo siempre: el amor a Dios y el amor fraterno van unidos. “Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,19-21).

Desde la experiencia del amor de Cristo, podemos amar profundamente, concretamente, en lo grande y en lo pequeño, a nuestros hermanos.

Incluso podemos empezar a ver al hermano como Cristo lo ve, “no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 18).

Entonces es posible percibir, comprender, lo que desea cada persona que vive a mi lado. Por amor, buscaré la mejor manera de ayudarle. Pero, sobre todo, intentaré dar algo mucho más profundo, pues mi mirada será como la de Cristo. “Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus caritas est, n. 18).

La caridad fraterna llega, entonces, a lo más hondo de la vida de cada ser humano. Permite no sólo sobrellevar las cargas (no hay personas sin defectos), sino perdonar sinceramente. No sólo ser pacientes, sino avanzar hacia el afecto más sincero. No sólo dar de nuestras cosas, sino darnos a nosotros mismos, como los primeros cristianos (cf. 2 Cor 8,1-7).

Así aprenderemos a ser como el Maestro, que no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,25-28); que nos pidió, desde su entrega absoluta, que nos amemos como Él nos amó, hasta dar la vida por los otros (cf. Jn 15,12-13; 1 Jn 3,16); que supo mostrarse paciente y bondadoso, con un perdón profundo que es capaz de cambiar los corazones más endurecidos.

“En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición” (1 P 3,8-9).

La caridad fraterna nos hace semejantes a Dios, que hace llover sobre buenos y malos (cf. Mt 5,42-48), que no deja de ofrecer amor a cada uno de sus hijos. Nos permite vivir ya en esta tierra como se vive, eternamente, en el cielo. FP

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