Llegaron las hermanas y lo único que traían era un
pequeño sagrario que les había dado personalmente la madre Teresa, diciéndoles:
«Esto es lo más importante». Para todo lo demás la gente proveerá. Y de hecho,
la gente se lanzó inmediatamente a ayudar a las pequeñas monjitas de sari
blanco y azul que se ocupaban de los más abandonados.
Así era la madre Teresa. Cuando había tomado una
decisión la llevaba adelante de una manera fulminante y segura. No tenía miedo
de nada. Y no daba marcha atrás fácilmente porque sabía que todo lo que hacía
estaba inspirado por una absoluta gratuidad, mirando sólo al bien de los más
pobres. Recuerdo otra anécdota. Me encontraba en un país del África central en
el que reinaba una dictadura. Varios sacerdotes habían sido encarcelados. Las
actividades de los misioneros estaban vigiladas y habían sido reducidas a su
mínima expresión. Imposible acercarse al presidente de la república, que
parecía encerrado en una torre de marfil. A duras penas conseguí hablar con un
ministro para subrayar la injusticia de la situación. Supe después que esos
mismos días había llegado la madre Teresa en un pequeño avión. E inmediatamente
había conseguido audiencia con el presidente para exponerle sus planes y su
voluntad. Cuando se trataba del bien de sus pobres no se arrugaba ante nadie y
sabía enfrentarse con desenvoltura a las más altas instancias.
Admiraba en ella su capacidad de saberse dedicar a
fondo a su causa y, al mismo tiempo, saberse limitada en sus objetivos. Era
consciente de que no podía solucionarlo todo: tenía que optar y ella tenía muy
claras sus opciones.
En los años 70, recuerdo que participé en unas
discusiones en Roma con varias personas de su entorno, que habrían querido
ampliar el campo de su actividad, sobre todo en Europa, iniciándose en los
problemas de la recuperación social de las personas marginadas a través de
programas culturales de reinserción social. Pero la madre Teresa se mantuvo
siempre firme en sus posiciones.
Pensaba que a ella y a los que con ella trabajasen
les tocaba ocuparse inmediatamente de los más desgraciados, de los más
miserables, dejando a otros el cuidado de llevar adelante otros programas.
Decía: «Nosotras no somos asistentas sociales». Apreciaba cualquier programa
social, pero pensaba que su parte era la de la caridad que se inclina hacia el
moribundo abandonado y hacia el hambriento sin techo.
Su vocación era socorrer a personas y situaciones
que otros consideraban irrecuperables. Jamás la vi dudar sobre este punto.
Tenía muy claro que cada cual tiene su propia misión y ella sabía perfectamente
cuál era la suya. Esta resolución suya se fundamentaba en un maridaje
fascinante, en su extraordinaria dulzura, ternura y humildad. Sabía hablar a
las grandes multitudes, manteniendo siempre la compostura, tranquila y serena,
como si estuviese participando en una conversación familiar.
Recuerdo que una vez escuché de sus labios, grabado
en un magnetofón, un mensaje que debía proclamarse ante 80 mil personas en un
estadio. Había prometido asistir en persona, pero se había puesto enferma en el
último momento. Hablaba con tranquilidad, con dulzura, sin preocuparse de hacer
un gran discurso a la multitud. Decía sencillamente las cosas que le salían del
alma. Por eso la gente la entendía y la consideraba creíble.
¿Tenía algún secreto la madre Teresa? Claro que sí,
tenía un secreto que nunca guardaba para sí: era su capacidad de ver en el
rostro del más pobre y abandonado el rostro del Señor Jesús. Y toda su labor
estaba sostenida por una oración intensa y por un constante deseo de santidad.
Ésta era la exhortación con la que firmaba todas sus cartas a los amigos: «Be
holy», sé santo. Quería que sus hermanas participasen de su ardor espiritual. Y
en cuanto a los numerosísimos laicos colaboradores, no necesitaba hacerles
grandes discursos. Sabía que poniéndoles en contacto con los más pobres y
haciéndoles trabajar al lado de sus hermanas, pronto comprenderían al menos
algo de su secreto.
Me parece que hay en su figura algunas afinidades
con la del papa Juan XXIII. Ambos eran sencillos y espontáneos. Ambos eran
capaces de hacerse entender por cualquiera y sin necesidad de pronunciar muchas
palabras.
Además, desde la diversidad de sus roles, han hecho
surgir un retrato de hombre y de mujer cristianos plenamente creíbles, incluso
para poder ser aceptados por todos, superando cualquier limitación cultural o
religiosa.
Incluso por lo que respecta al papel de la mujer en
la sociedad, la madre Teresa no se perdía en discursos abstractos. Conocía
muchas situaciones dramáticas y hacía todo lo posible para remediarlas y para
hacer crecer una conciencia nueva sobre la dignidad femenina. Y lo hacía sobre
todo, con su ejemplo. Mostraba, con su delicadeza y ternura hacia los más
débiles y con su firmeza ante los poderosos, cuánta fuerza hay en el corazón de
una mujer y cuánta dignidad se encierra en una conciencia totalmente dedicada a
un gran ideal.
CMM
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