Al hablar de
una batalla nos imaginamos un ejército que empuña las armas dispuesto a
conseguir la victoria o morir en la línea de combate. Un día tras otro, sin
abandonar las armas y con la vista fija en el objetivo, sin desfallecer ante
las inclemencias del tiempo o los ataques del enemigo. Sólo tiene en mente que
debe luchar para obtener esa anhelada meta. El cuerpo militar seguirá adelante:
cambiarán los efectivos, detallarán la estrategia, estudiarán las dificultades
y las posibilidades de vencerlas. Quizás sean semanas, meses, antes de
contemplar el fruto final del esfuerzo y la sangre.
Una de las
piezas claves para la conquista es la constancia. El diccionario la define como
la firmeza y perseverancia de ánimo en las resoluciones y en los propósitos. Es
la virtud con la cual conquistamos las metas que nos proponemos, y sin ella un
trabajo serio es imposible, y dudosas las posibilidades del éxito. La
constancia es necesaria para formar las virtudes, para crecer en el campo
espiritual, humano, social, intelectual, deportivo… Quien es constante tiene
facilidad para triunfar, porque se habitúa a la lucha diaria que implica esta
virtud, dispuesto a vencer las dificultades e inclusive vencerse a sí mismo.
Los resultados
son evidentes. Detrás de un deportista de alto rendimiento se encuentran horas
de entrenamiento, renuncias en la vida social, rigurosas dietas alimenticias.
Un trabajo constante, a lo largo de meses o años para conseguir un mejor
rendimiento físico y estar lo mejor preparado para la importante y deseada
competición.
Lo que
construye a una persona virtuosa es el trabajo constante y paciente. La
formación de un hábito de caridad universal y delicada, por ejemplo, ha
implicado tratar a todos por igual y como uno querría que lo trataran a él;
saber disculpar los defectos de los demás y fomentar el buen nombre de quienes
lo rodean. No siempre es fácil mantener un ritmo así, pero allí está la virtud
y el valor de la constancia. Es necesario un trabajo paciente, momento a
momento, como cuando se coloca un ladrillo y otro ladrillo hasta levantar una
catedral.
No hay que
desanimarse por las dificultades y las caídas: son normales y en ocasiones
difíciles de evitar. Éstas son preciosas oportunidades para reafirmarnos en la lucha
y para madurar en nuestra vida. Purifican nuestras intenciones y nos permiten
renovar y valorar más el ideal. No deben ser un motivo para desanimarse y
abandonar el combate; lo que vale cuesta, y cuanto más vale, mayor es el costo.
Si se cae mil veces, mil veces hay que levantarse. Mantenerse en la lucha es ya
una victoria, porque con ella fortalecemos nuestra voluntad y templamos nuestro
carácter para resistir tormentas aún más violentas. Así que de las caídas
podemos sacar un fruto positivo y favorable para la consecución de nuestro
ideal.
Para formar
esta virtud son necesarios cuatro pasos:
Primero, hay
que tener metas claras y medios concretos para alcanzarlas. Si no tenemos un
ideal sería como si golpeáramos en el aire. Una meta nos dará un estímulo y
sentido a nuestra lucha: llegar al Cielo; terminar una competición en primer
lugar; lograr un profundo espíritu de oración; leer un número de libros cada
mes; dejar el hábito de fumar; ahorrar una cantidad de dinero antes de tal día;
aplicar una metodología en el trabajo, en el estudio, etcétera.
Después viene
el segundo paso: trabajar la constancia con constancia. Cada día, aún en
aquellos en que el ánimo no es favorable. Si se presentan mil obstáculos
buscaremos mil medios para superarlos, siempre con la vista centrada en la
meta.
El tercer paso
es renovar cada día nuestro propósito para que esté siempre fresco y presente,
y para que no perdamos el sentido del porqué nos encontramos en esta lucha. Al
inicio del día o cuando vengan las dificultades, si recordamos nuestra meta
tendremos una motivación fuerte para no desfallecer y seguir adelante con el
ritmo que hemos conseguido hasta el momento.
Y como último
paso es indispensable levantarse si se tiene una caída en la lucha. De una
caída se aprende y se madura. Cuando un corredor cae, se levanta, se sacude si
es necesario, y vuelve a emprender la marcha porque tiene fija su mirada en la
línea final. Será más consciente de los pasos que no le favorecen y que le
pueden causar de nuevo un tropezón y tratará de evitarlos.
Arturo Graf, un
poeta italiano había dicho: «la constancia es la virtud por la que todas las
demás dan su fruto». Si trabajamos esta virtud, y con la gracia de Dios,
podremos estar seguros de conseguir tantas otras virtudes que necesitamos para
ser mejores personas y para alcanzar las metas propuestas. FA
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