«A
los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que
os odian». ¿Qué podemos hacer los creyentes ante estas palabras de Jesús?
¿Suprimirlas del Evangelio? ¿Borrarlas del fondo de nuestra conciencia? ¿Dejarlas
para tiempos mejores?
No
cambia mucho en las diferentes culturas la postura básica de los hombres ante
el «enemigo», es decir, ante alguien de quien solo podemos esperar algún daño.
El ateniense Lisias (siglo V a. C.) expresa
la concepción vigente en la antigua Grecia con una fórmula que sería bien
acogida también hoy por bastantes: «Considero como norma establecida que uno
tiene que procurar hacer daño a sus enemigos y ponerse al servicio de sus
amigos».
Por
eso hemos de destacar todavía más la importancia revolucionaria que se encierra
en el mandato evangélico del amor al enemigo, considerado por los exegetas como
el exponente más diáfano del mensaje cristiano.
Cuando
Jesús habla del amor al enemigo, no está pensando en un sentimiento de afecto y
cariño hacia él, pero sí en una actitud humana de interés positivo por su bien.
Jesús
piensa que la persona es humana cuando el amor está en la base de toda su
actuación. Y ni siquiera la relación con los enemigos ha de ser una excepción.
Quien es humano hasta el final respeta la dignidad del enemigo, por muy
desfigurada que se nos pueda presentar. No adopta ante él una postura
excluyente de maldición, sino una actitud de bendición.
Y
es precisamente este amor, que alcanza a todos y busca realmente el bien de
todos sin excepción, la aportación más humana que puede introducir en la
sociedad el que se inspira en el Evangelio de Jesús.
Hay
situaciones en las que este amor al enemigo parece imposible. Estamos demasiado
heridos para poder perdonar. Necesitamos tiempo para recuperar la paz. Es el
momento de recordar que también nosotros vivimos de la paciencia y el perdón de
Dios. JAP
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