Siempre
me ha gustado la parábola del hijo pródigo, tanto que la he citado más de una
vez en mis libros. Es una de las parábolas más conocidas del Evangelio y
precisamente por ello –como muchas veces ocurre con las cosas muy conocidas– se
expone a pasar por nuestros oídos sin que cojamos su gran dosis de provocación.
La
historia es conocida por todos. Hay un hijo desvergonzado, como tantos en cada
sitio y en cada tiempo, que de repente pretende tener su parte en la heredad
del padre y se va lejos para buscar su destino. Sin embargo, las cosas no le
salen bien y en poco tiempo se ve obligado a volver a casa, ofreciéndose como
esclavo.
El
padre, en vez de darle con la puerta en la cara como muchos harían, lo acoge
con los brazos abiertos e inmediatamente, no obstante la hostilidad del hijo
mayor –que fue el que se quedó en casa, respetando la tradición de obediencia
filial– hace celebrar una fiesta por su retorno.
Esta
historia, aparentemente tan simple, es, creo, una poderosa metáfora de nuestro
tiempo.
Jamás
como en estos últimos dos siglos, en una carrera cada vez más loca, el hombre
ha separado la inteligencia del amor y, con el orgullo de su saber, ha creído
que puede ser el único artífice de su propio destino.
La
libertad se ha transformado en uno de los valores fundamentales, pero en esta
libertad –que de por sí es justa– se ha terminado por perder el sentido de
orientación.
Liberarse
de algo siempre quiere decir ser prisionero de otra cosa.
Y
así nosotros, en vez de hacernos íntima y profundamente libres, hemos llegado a
ser esclavos de la libertad.
Poco
a poco nos hemos liberado de todo. Nos hemos liberado de los tabúes y de los
límites, de las dudas y de las turbaciones, de las reglas morales. Sobre todo
nos hemos liberado de la idea anticuada y oprimente de la existencia de Dios,
con la certeza de ser ya los únicos propietarios de nuestro destino.
Sin
embargo, la historia de este tiempo nos dice que no ha sido así. Nos dice que
el cielo vacío no fue llenado con la grandeza del hombre, sino con su locura,
con su orgullo, con su sed sanguinaria.
Esta
libertad conquistada liberándose de quienes eran considerados cargas, demuestra
ahora toda su fragilidad, su arbitrariedad. No ha conducido a ninguna parte, si
no a un lugar en el que las personas han perdido el respeto por sí mismas, por
los demás seres humanos y por todo lo que les rodea.
El
hombre que tenemos ante nosotros ahora es un hombre pobre y profundamente
perdido, un hombre frágil que vive suspendido entre la incapacidad de afrontar
el presente y el ansia por el futuro.
Un
hombre afligido por una forma grave de infantilismo, donde la dimensión
infantil no es la de la plenitud, sino la de la vanidad y del egoísmo.
Como
el hijo menor de la parábola, el hombre ha tomado sus bienes del padre –en este
caso la inteligencia– y se ha ido lejos a construir su destino. Pero un hijo,
por cuanto lo niegue o no le guste, está unido indisolublemente a sus raíces.
El
tema del retorno me resulta muy querido. El camino del retorno, por ejemplo, es
la vía que buscan emprender también Walter y Andrés, los protagonistas de Anima
mundi.
Y
es precisamente Andrés –quien no será capaz de cumplir el camino hasta el
final– quien afronta, con sor Irene, la parábola del hijo pródigo. Sor Irene lo
narra a Walter así:
–«Por
la tarde, después de cena, quiso que le indicase el pasaje de los evangelios
donde se narra la parábola del hijo pródigo. La leyó varias veces ante mí y
luego me dijo:
“Pero
no es justo”. “¿Qué no es justo?” “Que los hijos que se han comportado bien
sean tratados con indiferencia y que en cambio, para el regreso del delincuente
se haga una gran fiesta. ¿Por qué no se rebelan? ¿Por qué no lo expulsa a
patadas al lugar de donde vino? ¿Qué quiere decir? ¿Que lo mejor es portarse
mal?”»
El
pensamiento de Andrés es también el pensamiento del hijo que se queda fiel en
casa. Es el pensamiento de todos los que no se sienten suficientemente amados y
que envidian la luz que imaginan ver brillar en otro.
«He
aquí», dice el hijo que se quedó con el padre, «que yo te sirvo desde tantos
años y no he transgredido jamás un solo mandamiento tuyo, y tú no me has dado
jamás un cabrito para hacer fiesta con mis amigos».
Se
trata de un sentimiento extremadamente común, el sentimiento de quien no se
arriesga y no se mete, pero que se mantiene fijamente fiel a lo que se debe
hacer. Y por este mérito –dictado sobre todo por el miedo a vivir– se siente
con derecho a juzgar.
Este
es el punto que hay que iluminar en la parábola. ¡Cuántos hijos mayores hay
entre nosotros! ¡Con qué facilidad el ánimo humano abraza la vía del deber en
vez de la vía del amor!
No
es una vía cómoda, la del deber, es una vía aburrida, repetitiva pero –y es
esto lo que la hace apetecible– es una vía segura, sin riesgos, en la que lo
que se tiene y lo que se da están regulados por cálculos precisos de
contabilidad.
Pero
quien no actúa y juzga –como el hijo que se queda– ciertamente no es mejor que
quien, arriesgándose y errando, se aleja para buscar su camino, como el hijo
menor. Aquel que reivindica, que se autocomplace en la propia diligencia,
revela –antes que nada– una naturaleza no libre, incapaz de aperturas, y por
tanto, de comprensión.
De
hecho, la comprensión nace solo en quien ya ha caído, en quien ha probado la
experiencia de la fragilidad y de la derrota, y la ha aceptado. Para resurgir,
es necesario antes pasar a través de la opacidad de la muerte. Muerte a sí
mismos. Muerte al propio orgullo. Muerte a la terca voluntad de construirse un
destino extraño a la ley del amor.
El hermano
obediente, víctima de la envidia y por tanto, del odio, está destinado a vivir
en la cerrazón, en la mezquindad, en la inmovilidad. Anclado a estos
sentimientos, no alcanzará jamás a comprender la absoluta libertad que dona el
saber perdonar. Y así aunque siga juzgando a los demás, no será jamás un hombre
de justicia.
Porque
la justicia, en el curso de una vida, nace solamente de la comprensión de un
recorrido, de la capacidad de liberarse del estado de esclavos obedientes para
asumir el de hijos, y por tanto, de hermanos.
Lo
que limita la visión de quien vive protegido de coartadas de buena conducta es
la imposibilidad de comprender la dualidad del alma humana que oscila entre
necesidad de certezas fuertes y el deseo de romper el orden.
Sin
esta comprensión la vida está limitada a un deber ser –obedientes, respetuosos,
fieles– y no es libre de adherir espontáneamente a un proyecto de amor que no
contiene en sí ninguna forma de imposición.
Lo
más grave es que el hermano-juez no ha entendido que la persona que hay que
entender –en su dualidad no expresada– y perdonar –en su voluntad de justicia
fiscal– es antes que nada él mismo.
Pero
para perdonarse, es necesario conocerse, reconocer la poquedad de los propios
sentimientos y el miedo a la propia libertad.
Solo
así, a partir de la consciencia de los propios límites y de la propia
fragilidad, puede iniciar el proceso de reconciliación. Consigo mismo y con los
demás. Solo a partir de este punto puede iniciar la construcción de una
verdadera justicia.
El
hombre reconciliado es el hombre que ha cumplido hasta el final su camino de
realización espiritual. Es paradójicamente el hombre que habiendo perdido todo,
no tiene nada que perder.
Ha
abandonado a lo largo del camino todo lo que fortificaba su ego, que lo hacía
distinto de los demás y por tanto, en contraste.
Es
el hombre que no conoce más el orgullo, ni la presunción. Y por ello está
totalmente disponible para el amor.
«La
lógica del amor es una especie de no-lógica», explica Sor Irene a Andrés en Anima
mundi. «Muchas veces sigue vías incomprensibles para nuestro entendimiento.
Existe la gratuidad en el amor, es esto lo que nos cuesta aceptar.
En
la lógica normal, todo tiene un peso y un contrapeso. Hay una acción y una
reacción. Entre una y otra siempre existe una relación conocida.
El
amor de Dios es distinto, es un amor por exceso. La mayoría de las veces, en
vez de ajustar, subvierte los planes. Es esto lo que pasma, lo que da miedo.
Pero es también esto lo que permite que el hijo desenfrenado vuelva a casa,
acogido no por el hastío sino por la alegría.
Se equivocó,
se confundió, quizás hasta hizo mal, pero luego vuelve. No vuelve por
casualidad, sino que escoge volver. Escoge volver a la casa del padre». ST
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