Dios
creó al hombre. Lo creó libre. Desde el principio la persona, por su alma goza
también de libertad.
Los
seres humanos no somos malos por naturaleza. No hay buenos y malos por
naturaleza. Si esto fuera así, unos seríamos dignos de alabanza por nacer
buenos y otros, condenables, porque así habríamos nacido. Pero, como todos
somos de la misma naturaleza, capaces de conocer y de obrar el bien, y también
de perderlo y rechazarlo, por eso somos: buenos o malos.
En
varias ocasiones el Maestro aconsejaba así: «Que vuestra luz brille ante los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que
está en los cielos» (Mt 5,16). Y:
«Tened cuidado de que vuestros corazones no se carguen con comilonas,
embriaguez y preocupaciones profanas» (Lc
21,34). Y: «Estén ceñidas vuestras cinturas y encendidas vuestras lámparas,
como criados que esperan a su Señor cuando está por volver de la boda, para
abrirle cuando llegue y llame a la puerta. Dichoso el criado a quien el amo, al
llegar, encuentre haciendo esto» (Lc
12,35-36). Y: « ¿Para qué me llamáis: ¡Señor!, ¡Señor!, si no cumplís mi
palabra? (Lc 6,46). Y también: «Si el
criado dice en su corazón: Mi amo tarda en venir, y empieza a golpear a sus
compañeros, a comer, beber y emborracharse, cuando su amo llegue, en el día que
menos lo espere, lo echará y le dará su parte entre los hipócritas» (Lc 12,45-46).
En
una palabra, todas estas referencias muestran al ser humano libre y capaz de
tomar decisiones. Dios nos aconseja, nos exhorta, nos muestra el camino, pero
no se impone por la fuerza. Somos nosotros los que decidimos entre el bien y el
mal, entre lo bueno y lo mejor. Desobedecer o apartarse de Dios es perder el bien
que ya poseíamos como regalo; es lesionar al ser humano y causarnos daño.
Es
tremenda la lucha entre el bien y el mal. La experimentamos todos los días. Y
no sólo fuera de nosotros, en el exterior. Escribía Bernanós que el corazón del
hombre es un campo de batalla entre el bien y el mal. «Veo lo bueno y lo
apruebo –reconocía también el poeta Publio Ovidio Nasón- pero sigo lo peor».
Pablo de Tarso cristalizaba con estas palabras su experiencia: «Todo es posible
hacer, pero no todo conviene» (1 Cor
6,12). Así se muestra la libertad del ser humano, por la cual éste puede
hacer lo que quiera, pero «no todo conviene». No podemos abusar de la libertad
para enmascarar la malicia (1 Pe 2,16):
eso no es conveniente, nos hace mal.
¿Y
si no hubiéramos sido dotados de razón y fuéramos incapaces de examinar y
juzgar? ¿Si fuéramos como los animales irracionales, que nada pueden hacer por
propia voluntad, cuyo único timón es el instinto? Sería muy fácil, no podríamos
desviarnos, pero tampoco juzgar.
¡Qué
triste!, ¡qué aburrido! Tampoco podríamos realizar nada fuera de aquello para
lo que fueron creados. Nada de creatividad. Ya no seríamos ‘seres humanos’, ni
gozaríamos del bien, de la belleza, ni conoceríamos a Dios. No existiría el
arte: el concierto ‘Emperador’ de Beethoven, ni ‘El juicio Final’ de Miguel
Ángel, ni la estatua de la libertad… No desearíamos obrar el bien, pues todo
sucedería por impulso, por puro mecanismo impuesto. Eso no es libertad. El bien
no tendría valor ni importancia, pues todo se haría por naturaleza más que por
voluntad. Todo sería automático, nada por propia decisión.
Siempre
me ha impresionado el esfuerzo del atleta. La pasión por el triunfo le alienta
en toda su preparación. Lucha, se sacrifica por una medalla que adquiere en la
competición. Nadie se la regala. Sabe que, cuanto más se lucha por algo, parece
todavía más valioso. Y cuanto más valioso, más se ama. Pero no amamos de igual
manera lo que nos viene de modo automático, que aquello que hemos logrado con
mucho esfuerzo. Y lo más valioso es amar. Y se ama, luchando por ello.
Desde
el principio el ser humano ha sido dotado del libre arbitrio. Y no sólo en
cuanto a las obras, sino también en cuanto a la fe, el Señor ha respetado la
libertad y el libre arbitrio del hombre. Cuando el Señor dijo: «Que se haga
conforme a tu fe» (Mt 9,29), muestra
que el ser humano tiene su propia fe, porque también tiene su libre arbitrio.
«Todo es posible al que cree» (Mc 9,23).
«Vete, que te suceda según tu fe» (Mt
8,13). El ser humano posee libertad también para creer. Por eso «el que
cree tiene la vida eterna, mas el que no cree en el Hijo no tiene la vida
eternal» (Jn 3,36).
Quizás,
algún día, el ser humano madure y use correctamente su libertad, amando lo
verdaderamente bueno. Sólo así, libremente, seremos capaces de ver y comprender
a Dios.
El
ser humano es libre, como lo era Jerusalén: «¡Cuántas veces quise recoger a tus
hijos como la gallina bajo sus alas, pero no quisiste!» (Mt 23,37-38). Ese «no quisiste…» JPL
No hay comentarios.:
Publicar un comentario