Acoger la buena semilla del Evangelio es posible sólo si estamos preparados, si tenemos buena tierra, si el corazón está abierto a la escucha.
Por desgracia, nos dejamos arrastrar por distracciones o por problemas grandes o pequeños. Nuestra tierra no está lista. La semilla no podrá dar fruto, porque el alma no oirá o no sabrá comprender un mensaje que llega del corazón mismo de un Dios que ama a cada uno de sus hijos.
No estamos abiertos al Evangelio cuando nos dejamos envolver por el activismo, por las ocupaciones inmediatas, por el trabajo urgente, por los quehaceres de la vida familiar, por algún deporte o entretenimiento obsesivo, por internet, por la televisión, por el remolino de las noticias, por las prisas del mundo tecnológico.
No estamos abiertos al Evangelio cuando los golpes de la vida, un accidente, la situación de paro, los conflictos en familia, la enfermedad, la falta de dinero, el cansancio físico o mental, tantos infortunios que nos asaltan, se convierten en ocasión de queja, de amargura, de encerramiento en uno mismo. No supimos reconocer que esos momentos nos invitaban a mirar al cielo y pedir, humildemente, ayuda, consuelo, perdón.
No estamos abiertos al Evangelio cuando acogemos las tentaciones del mundo, del demonio, de la carne; cuando cedemos a nuestros caprichos; cuando dejamos que la codicia seque nuestro corazón; cuando almacenamos rencores y odios que carcomen el alma; cuando nos hundimos en las pasiones de la carne, de la gula, del sexo, de la pereza; cuando nos volvemos indiferentes ante las injusticias y la pobreza que afligen a tantos hermanos nuestros.
No estamos abiertos al Evangelio cuando hemos permitido que el mal contamine nuestro espíritu, cuando nos hemos rendido a la desesperación, cuando creemos que la honradez es imposible, cuando llegamos a pensar que ni Dios puede perdonar nuestros pecados...
Pero la situación cambia profundamente cuando miramos al cielo y nos dejamos tocar por la bondad del Padre; cuando aprendemos a leer los signos de los tiempos para reconocer que cada instante es una ocasión para el cambio; cuando escuchamos al Hijo y nos dejamos limpiar por su Amor crucificado; cuando permitimos al Espíritu Santo tocar nuestro corazón y ponemos a la obra sus continuas insinuaciones y consejos.
Estamos abiertos al Evangelio cuando rompemos con las ataduras del mundo y los negocios terrenos para dejar que el amor se convierta en el centro de la propia vida; cuando renunciamos al egoísmo para entrar en el mundo del servicio; cuando reconocemos que Dios ha dado el primer paso al ofrecernos su perdón y que espera nuestro arrepentimiento.
Estamos abiertos al Evangelio cuando emprendemos el camino difícil de la lucha contra las pasiones y contra los malos influjos de los “amigos”, cuando quitamos espinas y abrojos asfixiantes. Sólo entonces podremos descubrir la belleza de las bienaventuranzas, de la oración, de la vigilancia, de la lucha continua contra el mal, del trabajo sincero para construir sobre la Roca verdadera: Jesucristo.
Estamos abiertos al Evangelio, en definitiva, si acogemos a Cristo, si le dejamos el primer lugar en la propia vida, si vivimos sus enseñanzas, si conocemos su doctrina, si amamos su Iglesia, si aprendemos a ser mansos y humildes de corazón, si perdonamos a nuestro hermano para poder también nosotros recibir el perdón maravilloso que nos llega desde la Sangre del Cordero. FP
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